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El sonido le hacía recordar y los recuerdos manipulaban la historia. Siempre había sido así y siempre él se había movido en esa fina cuerda tensa hasta el límite de la ruptura que supone abrirse del todo o quedarse ahí mirando, sonriendo sin enseñar absolutamente nada. Recordaba sus palabras inmersas en una guerra contra el dolor en las que intentaba decirle sin mucho éxito que el amor se destruye del todo cuando no hay nada más que ofrecer o descubrir. Ella, desencantada siempre con palabras que menoscababan su positivismo, le reprochaba que nunca le dejase ver a que se entregaba. Entonces, entre la risa más odiosa le espetaba que lo que veía era lo que había.

El fino atornillador pasaba de un dedo a otro, chocando con un aro brillante. Cada vez que bajaba la mirada para ver el fulgor del metal, una bofetada le traía de vuelta a su palacio. Luego pensaba que aquello le pasaba por demostrarle más de una vez que ella era una perra, una buena perra y que sería fiel a su amo sin ninguna duda. Entonces como buen líder de la manada, golpeaba para que agachase las orejas y escondiese el rabo, esperase su turno para hacer las cosas que él encomendaba. Esto es ser una perra le decía, no es muy divertido cuando te das cuenta que no es lo que te han pintado con las manos y con colores pastel. La obediencia tiene un precio.

Levanta la mano derecha. La voz en susurro hipnotizaría a cualquier puta perra que hubiese estado alrededor y lo sabía. Encantador de serpientes, hijo de la gran puta, suyo. Lo notaba cuando el flujo de su coño comenzaba a resbalar por el interior de los muslos sin que pudiese contener los espasmos de los labios. El aro, la pulsera, el infierno punzante se clavó alrededor de la muñeca. Diminutas agujas, cortas y afiladas se clavaron como la lluvia invernal arrastrada por el gélido viento. Se mordió el labio y ahogó el grito. Después, el cerró con un clic sonoro. Las punzadas se aliaron con el pulso y consiguieron seguir el mismo compás. Un latido, un latigazo de dolor, un latido, un latigazo de placer. Le miraba, rabiosa, poseída y entregada, excitada. Se levantaba sobre los dedos de sus pies, inclinándose hacia adelante esperando que lamiese su cara o mordiese sus labios, pero él, impasible le apretaba el antebrazo para que la sangre se acumulase en su muñeca. Luego, apretó con tanta lentitud el tornillo que cerraba el círculo sobre su piel y su carne hasta que el flujo de la sangre cesó. La presión justa para que no saliese sangre y siguiese circulando y a su vez, el dolor se mantuviese con cada latido.

Ahora caía en su vestimenta, abrigo color berenjena, cuello levantado, el paño ajustado al cuerpo, la bolsa aún colgada sobre su hombro izquierdo. Todo pensado, manipulado. Así era él incluso cuando tres de sus dedos se sumergieron en la charca natural de su coño.

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Wednesday

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