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La primera vez que nadó junto a él sintió como la libertad abrazaba todo su cuerpo. Prácticamente no le veía aun despojado de las ropas, el agua ocupaba todo el espacio y él llenaba todo. Igual que los dedos entrando de una sola vez en su coño. Cuando los sacó se los acercó a la cara mientras el flujo seguía goteando desde ellos hasta el suelo. La tentación de lamerlos le refrescó la memoria mientras él salía del agua, chorreando mientras se alejaba por aquella escarpada orilla que se metía en la arboleda. La corteza de aquellos árboles curtidos por la humedad y el frío del invierno se asemejaba a lo que ella veía en él. Posiblemente le idealizaba, pero ¿quién no lo haría? ¿Quién no lo hace? Cuando se alejaba se daba cuenta de que el agua estaba gélida y solo nadar junto a él era suficiente para mantenerse cálida. El agua no era cristalina, una poza oscura y fría, mansa y tenebrosa, como la propia vida para ella aunque no lo supiera. Se alejaba una y otra vez pero ella era incapaz de salir de aquella charca. A veces océano y casi siempre letargo. Cuando no sentía el roce o el incisivo dolor de los dientes se sumía en un sueño irreal, vagaba por su propio mundo, complaciente pero sin involucrarse en nada. Era un sueño imperfecto hasta que él aparecía de nuevo, sin avisar, arrasando, devorando y destruyendo cada fibra de su ser sin que ella pudiera hacer nada más que dejarse aplastar por la estampida en la que aquellas manos se convertían cuando moldeaban su cuerpo.

La sonrisa, tan escasa y tan preciada brillaba a través del fino hilo blanquecino. Todo desaparecía cuando los dientes asomaban. La maldad cautivadora de aquellos deseos incandescentes le hacía temblar. Le amaba y nunca se lo había dicho. Le amaba tanto que deseaba que él le gritase algo para que pudiese estallar de gozo y dejar que la saliva pronunciase su nombre. Pero siempre cerraba los labios evitando que el siseo que provocaba su nombre se escapase y nunca pudiera recuperarlo. Prefería guardarlo entre la comisura de los labios, saboreando a veces su piel o su semen y masticando cada una de las letras que componían su nombre. Él a cambio, guardaba silencio excepto cuando las manos sigilosas aullaban al clavarse en su piel. Susurraba en su oído, entre el gemido y el gruñido, tan poderoso aliento que ella lloraba por dentro y se corría como una perra. Eso es lo que era, una perra y se hundía de nuevo en la miseria de sentirse una mascota, apartada en uno de los rincones de su vida, esperando la orden y las migajas. Sin embargo, ante el desaliento de ese sentimiento solitario, encontraba siempre el refugio. Algo era algo se decía intentando auto convencerse que menos que aquello sería la muerte en vida.

Escucha, le dijo, los segundos se acaban, el tiempo va hacerte cambiar.

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Wednesday

 

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