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Consiguió que dejase poco a poco el teléfono de lado. A cambio, le ofreció la posibilidad de jugar con su mente y desempolvar la estrategia que todos en mayor o menor medida tenemos. Los domingos por la tarde eran un gran momento para repasar con calma lo que había sucedido durante la semana. Coincidían poco, cada vez menos, por eso, aquellos momentos resultaban tan estimulantes. El juego era sencillo, uno tenía que escapar y el otro tenía que impedírselo. Ella se concentraba, se mordía el labio, ensimismada en sus movimientos, intentando adelantarse a los de él. Sacaba la lengua como una niña pequeña y gesticulaba con inocencia cuando conseguía salirse con la suya. En algún arrebato de euforia, se levantaba de la silla y bailaba, descalza sobre la alfombra, dejando claro que por ahí no iba a pasar. Él reía, se sentía feliz.

Al principio, cuando distribuían las fichas y las colocaban sobre el tablero, no hablaban. Quizá alguna recomendación del uno al otro para no tener cierta desventaja. A veces ella se enfadaba por el tono condescendiente de él, y eso, aún le hacía más gracia. Hasta bien entrada la partida no intercambiaban palabra alguna, cosas intranscendentes, situaciones diarias o conversaciones que habían tenido durante estos días en el trabajo o con amigos, amenizando de esa manera el desenlace de la batalla.

Todo el mundo piensa que es el dominante el que moldea a la sumisa. De manera errónea se cree que éste es incapaz de asumir los errores y demostrarlos de manera natural. Igualmente, se entiende que las sumisas hacen las cosas únicamente por obediencia, sin cuestionar. Una orden, una acción. Aquel juego demostraba que nada de eso era real. Ella aprendía la firmeza con la que él, ordenado y paciente, actuaba con aquellas piezas de cartón. Se tomaba el tiempo necesario para hacer las cosas de manera correcta, sin precipitarse, esperando que ella, en su aprendizaje se anticipase y destruyese todo lo que había construido. Él, sin duda, aprendía más de ella, viendo como la impaciencia le carcomía por dentro, cruzando las piernas, moviendo los pies, resoplando a veces, para al final canalizar toda aquella tensión en movimientos precisos. Aprendió que, en las conversaciones, ella tenía las de perder, por eso, las iniciaba cada vez más tarde y si él las anticipaba, tardaba unos segundos más en contestar. Eso, le sacaba de sus casillas, y por ello, perdía parte de lo ganado en otros ámbitos.

Al final, lo importante no era quien ganaba, sino lo que se aprendía. Ella, paciencia y compostura y él, improvisación y ambición. Nada era a imagen y semejanza porque domingo a domingo, una de esas piezas, las contrarias, se iban con cada uno de ellos.

 

Wednesday

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