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Un lugar para llorar. Eso echaba de menos, derrumbarse algún que otro instante, cuando la furia había pasado de largo y el resuello se había calmado. La presión a la que sometía a diario a sus emociones dejaba mella visible en su cuerpo. Tiempo atrás era capaz de mantenerlas dentro de su cabeza, impasible mientras se acumulaban dentro de él y se iban mezclando las unas con las otras. Al final del día quien reposaba sobre su pecho o se sujetaba en los brazos era ella, exhausta y aparentemente plena y feliz. Así quería creerlo mientras las réplicas de los temblores de los músculos mantenían el calor de aquellos instantes. After care lo llamaban los estúpidos. Los cuidados de después eran tan naturales ofrecerlos y disfrutarlos como denominarlos para que la gente no los olvidase. Eran tan necesarios como la tortura anterior, tan deseados como el grito al contacto con la madera, tan esenciales como el roce de las cuerdas. No hacía falta recordarlos porque eran parte del nudo. Y, aun así, seguían escribiendo ríos de tinta sobre las prácticas y cuidados.

El aprendizaje servía para no lesionar ni pervertir una hermosa armonía de violencia. Lo que era lógico, lo seguiría siendo para el sensato, pero parecía que la sensatez había desaparecido hacía mucho tiempo. Igual estaba anticuado, aunque le diese igual, igual lo inmediato no iba con él y necesitaba usar el tiempo del que disponía para hacer las cosas a su manera. Y su manera era perfecta porque le llenaba de paz, aunque al final, cuando todo concluía, necesitaba caer en el profundo abismo de su cansancio. Para él, la palabra de seguridad era un continuo diálogo con ella, en aquellos días donde aprendían el uno del otro como dar un paso más, como clavar el cuchillo un milímetro más, como apretar el cuello con las manos y las tetas con las cuerdas. Un poquito más mientras hablaban. Igual algunos pensarían que no disfrutaban aquellas frías charlas mientras el cuerpo suspendido empezaba a tomar forma y color. Quizá no había pasión en aquellos gestos de ambos. Quizá. Pero fue la única manera de conseguir entenderse y comprender cada gesto de placer y cada mueca de dolor. Sentir que el pelo largo tenía su utilidad y que el corto daba a las manos una superficie extra de presión. Fue la única manera de disfrutar de las incisiones certeras y los mordiscos rabiosos.

Pasaron muchas horas escuchando a otros, observando cómo describían con pasión y hermosura algo que ellos no entendían. Ensalzando la entrega cómo un acto superior, casi místico, sumergiéndose en aquel sub espacio en el que el tiempo se dilataba igual que los plug lo hacían en el cuerpo de ella. Suspendían cuerpos cómo emociones y pensamientos, hablaban engolados y llenos de códigos, xenismos y acrónimos infinitamente largos. Él ya no estaba en la conversación y ella lo sabía. Nadie reconocía errores, nadie que dominaba se equivocaba o al menos lo verbalizaba. Esa eficiencia a él le perturbaba, seguramente porque contrastaba sus actos con aquellas palabras y siempre salía perdiendo. Era lo malo de ser perfeccionista, aunque a ella eso le parecía lo más maravilloso que su piel podía sentir.

Cuando se sentó en la cama ella se colocó sobre él, escondiendo la mirada, pero no la sonrisa ni el abrazo, acomodando la cabeza sobre su pecho, el único lugar en el que después de tantos años le había visto llorar. Notó cómo le mojaba el pecho y le apretó contra él con delicadeza. Ella era a fin de cuentas el único lugar para llorar.

Wednesday

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