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Era adorable. Todo lo que le rodeaba así le hacía parecer. Desde su mirada inocente y perturbadora, sus gestos pausados y delicados, su pelo infinitamente largo, tan largo como sus piernas. La turgencia era tan arrebatadora, que todo lo que giraba en torno a ella quedaba atrapada en un campo gravitatorio perfecto. Sonreía frente a mi, sabedora de haber ganado una batalla que había durado varios días. Estaba plena, henchida de satisfacción y por tanto confiada. Su sonrisa desprendía ese toque de presuntuosidad de quien tiene poder, lo sabe y lo utiliza. Yo, simplemente respiraba.

¿Y ahora qué?

Para ella solo quedaba una opción. Observar si era posible que pudiese sorprenderla sin tocar ni uno de sus eternos cabellos. Tenía toda la confianza del mundo en saber que sería imposible. Entonces sonreí y ella frunció el ceño, con desdén, sorprendida. Me levanté, pulsé un botón y suavemente la primavera comenzó a sonar. Se revolvió en el asiento, contrariada. Me acerqué por detrás y deslicé una cinta negra que cubrió sus ojos. Intentó decir algo pero Vivaldi se lo impidió. El nudo apretó su nuca.

Es importante que aprendas que el deseo, el de verdad, el desatado, incorruptible, el más bestia que se puede dar, es aquel que se anhela por haberlo tenido tan cerca y no haberlo experimentado, le dije en un susurro junto a su mejilla. Apretó las piernas y sonreí. Su poder había quedado disuelto en una melodía y un susurro. La cinta de vinilo es mucho más sencilla de utilizar que las cuerdas, continué, tan sencilla que puedo inmovilizar tus tobillos y tus muñecas antes de que tu corazón vuelva a pararse.

Ahora sus piernas daban bocanadas de sensualidad contra la piel del sofá, mientras sus labios se entreabrían y la saliva empapaba sus hermosos dientes blancos. Entonces volví a mi asiento y aguardé. Intentó levantarse pero no pudo. La cinta estaba bien sujeta a las patas de madera del sofá y sus brazos a las cintas de los tobillos. Solo podía escuchar y hablar, pero sabía, ya a esas alturas, que lo que antes era una victoria aplastante, se había convertido en una abstinencia absoluta y solo me quedaba observar como la piel del sofá se iba empapando poco a poco.

Llorarás por saber lo que se siente sin esas ataduras, pero llorarás aún más al darte cuenta de que no lo sabrás nunca. Nunca subestimes, siempre habrá alguien que pueda sorprenderte. Tú lo hiciste hasta que te rendiste, dije mientras las últimas notas se perdían en el aire.

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