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La lúz trémula de las velas contorneaba las figuras inertes de sus cuerpos contra la pared blanquecina. Sentado frente a ella observaba su piel maltrecha y radiante mientras jugueteaba con sus dedos y el nudo corredizo de había hecho en un cabo. Ella respiraba tranquila, serena y confiada. Le gustaba verla desnuda, sentir de lejos su piel atormentada por sus manos, brillando eterna en su memoria. Olía su perfume, su sexo aún empapado y escuchaba sus latidos lejanos y rítmicos. Entre los vaivenes de sus pechos las venas latían bajo la presión de la sangre que por fin contaba los segundos para recuperar cada una de las heridas. El ritual en el que se convertía el cuidado de las marcas inflingidas producía una comunión inexplicable que le sumía un una hipnosis febril. Disfrutaba marcando su piel casi tanto como cuidando de ella.

Leía su vida en ella, leía en su piel cada capítulo y cada vivencia que en el fondo reivindicaba cada uno de los instantes que habían pasado juntos. Se acercó y acarició su pelo recién cortado, ese corte que dejaba su nuca al descubierto y que le provocaba esa furia animal invitándo a morderla como el lobo enfurecido y hambriento. Inmovilizándola, evitando que se escape. Ya no era necesario, ella dejaba su cuello para lo que él desease hacer y siempre repetía ese bocado delicioso cuando los dientes chocan contra las vértebras y ella arqueaba la espalda mezclando el dolor y el placer. Deslizó los dedos por su cuello y su pecho, rodeando los pezones duros y amoratados aún, cerrando los ojos para sentir la piel marcada con las cuerdas alrededor. Esa sensación indescriptible que transmite la piel latente y ligeramente desollada. Se detuvo en el ombligo, profundo e inmortal.

Ella se despertó con un gemido ahogado por el grito ahogado cuando se mordió el labio. La sangre brotó y él la saboreó con un beso. Tres dedos dentro de su coño buscaron algún recuerdo lejano para devolverlo al presente. Con la otra mano aprisionó su cuello. Ella ni siquiera hizo gestos con los brazos cayendo en un desenfreno tormentoso. Con él siempre era así.

Cuando sus dedos recogieron aquellos recuerdos indomitos en forma líquida, levantó su menudo cuerpo y lo llevó en volandas hasta las brasas. Ella temió lo peor y aún así no forcejeó, nada. El beso tierno le devolvió a la realidad y el dolor invadió con rotundidad su cuerpo. Ese dolor que solo el placer extremo puede darte. Cuando miró observó una pequeña marca que ya empezaba a cicatrizar gritando en su cadera. Era su deseo, el mismo deseo que pensó que jamás llegaría, ese deseo que se hacía tan complejo y distante y del que temía no poder obtener. Esa marca era la verdadera posesión, una marca que solo había otorgado una vez. Y era poseedora de ella.

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