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Cuando miraba a su alrededor el sol, la brisa, la sal y algunas gotas de agua salpicadas después de chocar con el casco, veía todo lo que podía desear. Estar sola era lo mismo que estar consigo misma y eso era algo que de ninguna de las maneras podía despreciar. El horizonte limpio y recto, engullía de vez en cuando las nubes que se atrevían a acercarse demasiado. Sentada en la proa y mecida por el vaivén del oleaje asimilaba que aquella imagen era un reflejo de la vida misma. Cuanto más alto crees que estás, cuanto más pretenciosa es tu situación, cuando crees que tu vida, la cúspide de todo lo que has deseado y necesitado está en la palma de tu mano, el horizonte plano y lineal, inmóvil y casi eterno te engulle y te planta una hostia que te devuelve a la realidad.

Su realidad no era diferente a la de los demás, quizá con esos misterios y derrumbes emocionales controlados por él. Era el sustento y soporte de su vida ajetreada y estresada. Cuando llegaba a casa después de haber canalizado todo su poder, se derrumbaba en sus hombros a sabiendas de que era la única manera de seguir adelante. Eso fue al principio, cuando la inercia de su independencia le impedía ver y darse cuenta de que aquello era en realidad lo que más deseaba. Deseaba la libertad de rendirse ante aquellos hombros que siempre la recogían y reconfortaban. Los mismos hombros que luego, llevándola en volandas o arrastrándola por el suelo, la estampaban contra la pared. Era cuando su carne y sus huesos retumbaban en su interior, cuando la violencia conseguía llevarla a un estado de paz que nunca creyó obtener, cuando se dio cuenta de cómo su realidad había estado siendo maquillada constantemente.

Perder el aire bajo sus manos, atrapada en aquellas garras hirientes que cercenaban cuando podían su piel y su carne, suspendida por las cuerdas y con la piel enrojecida por el gusto del cáñamo retorciéndose sobre ella. Cuando saboreaba su propia sangre de los labios de él. O cuando las embestidas se asemejaban a estas mismas olas que balanceaban el casco, tornándose en galernas que la llevaban a la desesperación. Pero a no a una desesperación cualquiera. Sonreía cuando pensaba en ese momento, habiéndose desprendido de todo juicio y todo control porque ya no le pertenecía.

La brisa llegaba a su espalda al mismo tiempo que los dedos ásperos la recorrían acariciando las cicatrices que ellos mismos habían producido. Algunas eran recientes, rosadas aún, punzantes y hermosas, según decía él. ¿Y quién era ella para negar lo inevitable? Luego el olor a miel y mandarina lo inundó todo mientras las manos frotaban las cicatrices, curando con su calor el dolor y la vergüenza. Cerró los ojos y sonreía, allí en alta mar, donde uno se siente libre cuando realmente es posesión.

Wednesday

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