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En ocasiones, el silencio enseña mucho más que las palabras, ya sea porque éstas se malinterpretan, o no son las adecuadas, incluso el momento no es el idóneo. Eso pensaba mientras observaba las lágrimas de incomprensión caer por las mejillas, ajenas al dolor del malentendido. Las emociones supuraban y no había nada que pudiese cortar aquel derrame que tenía visos de acabar en tragedia. Pero después de tanto tiempo, después de todas las penurias, de todos los envites, después de recorrer el arcoiris de la vida, se antojaba necesario tomar aquella decisión. Repasaba las letras de la vida, esas que se van amontonando entre los recuerdos y las vivencias, esas que deambulan por nuestra mente y van construyendo con ansia nuestro propio yo y que al final terminan descubriendo un desenlace casi siempre inesperado. El cuello era mi protección, aferrarlo era mi salvavidas, mi transporte a un lugar mejor. Y poco me importaba en ese momento su rechazo, su dolor o su deseo. Siempre iban de la mano.

Era la última vez que mis uñas se clavaban en su carne, pero eso no era motivo de que no siguiese aprendiendo del silencio. Me había dado cuenta de que cuantas más explicaciones diese, más confusión se producía a su alrededor y sin embargo, cuando eran los actos y los silencios rodeados de esa violencia a veces contenida, ella se entregaba a ese estado perfecto de armonía, dejando laxas sus extremidades para que las cuerdas constriñeran y torsionasen la plenitud de su piel juvenil. Los gritos se escapaban prestos de su boca, pero rebotaban en mi ausencia ya abosuluta. Era como una maquinaria bien engrasada, imparable.

En los silencios los ruidos se magnifican, ese gemido que gorgotea por la saliva acumulada, o el grito silbante y agudo que no termina de arrancar desde el fondo de la garganta. La piel se rompe después de que una vara forme cañones sangrientos, el pelo se parte p0r la acción de las manos, tirando, tirando…tirando. El acero se desliza por el ano tan frío como la ausencia de las palabras pero el gemido y el calor se apoderan pronto de él. La cuerda que tira de todo ello hacia arriba, rugosa como en aire condensado que rodea sus labios. Mis dientes tirando de su lengua, absorviendo su deseo. Y todo ello en silencio. Estaba cansado de explicar cada movimiento, cada exceso y que ella, no entendiese nada. Me regodeaba en la vibración del hitachi pegado a su clítoris, sintiendola en cada célula de mi ser mientras ella, entre espasmos suplicaba que parase. Pero ambos sabíamos que era una estrategia burda para que no lo hiciese y mantuviese esa firmeza que tanto apreciaba. Con el vinilo rodeando su cintura dejé el vibrador pegado a su coño, inamovible aunque ella se retorciese de placer por el tropel de orgasmos que se le precipitaban, uno tras otro, haciéndole saltar las lágrimas.

Era emocionante no decir nada, no gesticular, sólo hacer, casi con los ojos cerrados, conociendo cada momento, cada respiración y su motivación. Era entonces cuando me daba cuenta de que la última vez siempre se convertía en la primera y el éxtasis en el que ambos nos dejábamos caer nos preparaba para poder seguir mirándonos a los ojos, para no reprocharnos nada, ni siquiera los silencios, ni siquiera los desafíos y las incomprensiones. Era entonces cuando destaba todas las cuerdas, cuando tendía su cuerpo sobre la cama y dejaba salir la bestia que siempre tenía contenida en mi interior, gruñiendo poseido mientras follaba su cuerpo sin desanimo y alentado por el deseo. Era tal la ceguera que me consumía que perdía la noción de lo que me rodeaba, de mis sentimientos y mis acciones. Y solo lo recuperaba cuando ella me hacía volver a la realidad con una palabra acordada y sencilla. Sólo ahí me derramaba en su interior y volvía a sentirme vivo.

Cada momento se convertía en un aprendizaje absoluto, en un nuevo comienzo que terminaba de manera infinita.

 

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