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La vibración recorría su cuerpo, de abajo a arriba, ininterrumpida, constante y poderosa. Apretaba los dientes sobre la mordaza y la saliva se escurría por las comisuras de la boca. Agarraba las cuerdas que sujetaban sus brazos e intentaba elevarse haciendo tanta fuerza como podía, pero era inútil. Cada oleada intermitente era devastadora. Las piernas abiertas y flexionadas, atenazadas por los nudos robustos hacían que los gemelos estuviesen pegados a la parte anterior de los muslos. La cinta que rodeaba su abdomen presionaba con vigor la máquina que vibraba ininterrumpidamente sobre su clítoris. Veía la luz tenue sobre el techo, la argolla de acero que soportaba todo su peso, y los dedos de las manos rozaban la parte inferior de los omóplatos. Era como no estar allí.

Las pinzas apretaron fuerte. Tan fuerte como él quiso y apretó tanto los dientes que pensó que la mandíbula se le desencajaría. No fue así con la primera y tampoco lo fue con la segunda, aún más dolorosa. Siempre tuvo la sensación de que aquel pezón que latía de dolor era más sensible que el otro. Sintió el frío del metal aposentarse en el abdomen, justo encima del Hitachi fijado a su cuerpo como una soldadura. Vibraba sin parar, a toda potencia, empujando sus emociones y sus deseos hacia la catarata del orgasmo. Allí estaba ella, sobre una barca sin control, divisando la caída y la espuma.

Entonces sintió el tirón, suave primero, como si él llevase las riendas de aquel corcel desbocado que se dirigía a la batalla. Uno tras otro, los gemidos y el dolor se anudaban entre si, tejiendo un momento de inconsciencia. Sintió la polla acariciar los labios empapados de su coño y otro tirón aún más fuerte. La vibración lo intensificaba todo, era una magnificencia y el ostentaba todo el poder. Se introdujo en ella con tanta lentitud que sintió por un momento cada espasmo por separado. Notaba las rugosidades, las venas hinchadas recorriendo el interior de sus entrañas, latiendo y buscando algo que solo él conocía y ella solo esperaba. Entraba y salía, tiraba de la cadena, los pezones se estiraban en un imposible. Y ella inmóvil, suspendida en el éter de sus sensaciones.

Los orgasmos iban y venían mientras los dientes se apretaban en una mordaza que cumplía su función, la de ahogar el placer de sus gritos. Perdió el sentido del tiempo y del espacio. El dolor desapareció y el placer lo ocupó todo. Las pinzas se desprendieron en un último tirón, justo cuando él apoyó el glande, ardiente e hinchado y descargó la ira acumulada en la entrada de su coño, temblando ambos, latiendo al mismo tiempo, acompasados.

Cuando terminó, él besó su vientre y ella contuvo el aliento. Atenta violencia, pensó.

 

Wednesday

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