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“Venga chica, mírame a los ojos, deja que hablen los silencios, que los gemidos me cuenten todas tus mentiras, que cada parpadeo sea una fugaz escapada de tu esencia”

El susurro lo envolvió todo, mientras el marrón brillante de su mirada resaltaba en la perfección de la blancura del resto. La calidez de ese momento tan especial, sintiendo la pared golpeando ligeramente su espalda mientras él apretaba el cuello, fino y díscolo con auténtica pasión. Sentía como los botones de su camisa holgada se iban desprendiendo de los ojales con una soltura magnética, era como si se desgajara una fruta madura, perfecta para ser devorada. El hilo conductor de todo aquello además de las palabras era esa mirada que contaba tantas cosas pero no decía nada. Era como estar delante de un muro aparentemente liso, vacío, plano. Mientras la mano descendía y los botones caían en la agonía de la libertad, el muro aquel dejaba ver trazas de caminos antiguos, de lugares remotos, de acciones pasadas que quizá a alguna otra escandalizase pero a ella, sencillamente le mantenían anudada a aquella negrura.

“Venga chica, contempla como aparecen los caminos y las veredas, que la tersura de tu piel grabe cada paso y cada sentimiento, que con el tiempo las arrugas sean de longevidad y metal, de dolor y desmesurado placer”

El calor que desprendían aquellos dedos vertiginosos se inmiscuía en los asuntos mundanos de su coño, quizá porque aún no estaba preparado pero no dejó de mirar, acercándose al éxtasis y entreabriendo la boca mientras el abdomen se retraía, aguantando la respiración y facilitando el acceso al calor desmesurado. Cuando los dedos llegaron se sumergieron en el elixir creando ondulaciones perfectas que se convirtieron en oleadas de placer. Se retorció y sus piernas temblaron. Su voz apagada intentó pronunciar algunas palabras que fueron ahogadas en el mismo cuello, presas de otros dedos más fríos y constantes. Abrió la boca dejando ver la luz del día a una lengua empapada en deseo y saliva pero un apretón más provocó que los dientes mordieran el labio. El gemido, casi un quejido de súplica se escapó entre ellos y él acercó un poco más la mirada.

“Venga chica, empapa las palabras con tu saliva, escribe en el aire húmedo de tu boca los anhelos y tormentos que recorren tu memoria y deja que el océano se esparza entre mis dedos como lo hace el mar en el solsticio de verano”

Estallidos inmisericordes aparecieron en sus miradas, electricidad inventada que les daban energía, una corriente continua de polos opuestos. Iluminaban sus ojos y ella podía observar en aquellos momentos todo lo que él ocultaba, envuelto en lágrimas que limpiaban la negrura y dejaban ver el atlas infinito de su existencia. El orgasmo recorría su cuerpo de arriba a abajo y vuelta a empezar y el cuerpo, sin fuerza ante aquellos espasmos brutales se sostenía en aquella mano, ahora absoluta que completaba su sexo mientras éste, manaba sin fin. Su piel por fin comenzó a volar.

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