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Desde mi perspectiva, se movía como una cinta mecida por el viento, sencilla, ligera, hermosa. Cuanto mas fuerte y firme, más perfectos eran sus movimientos, pactados y formados con palabras y acciones. Se dejaba llevar por la corriente, la única que había, la mía y así podía formar ondas armónicas con el entorno que le conferían una serenidad pasmosa. Los pies ligeros y los pasos convincentes. Cada movimiento tenía un sentido y ya no requería mi corrección porque estaba donde tenía que estar y hacía lo que tenía que hacer. Era el paradigma de mis deseos, la utopía hecha carne y sentidos, y era mía.

Por encima de todas las cosas, por delante de todo lo carnal, estaba el sentimiento de compañía plena, de acentuar esa presencia que salvaba tu existencia de toda necesidad. Como cuando buscas en el bolsillo y encuentras lo que necesitas, en las cosas mundanas, en lo más simple, en aquello que no le das importancia. Era ahí donde se convertía en la almohada en la que reposaban mis preocupaciones. Eran sus dedos cálidos los que acariciaban mis sienes cuando el dolor ajeno percutía en mi memoria, era su voz dulce la que calmaba mi ánimo encendido, era su mirada entregada la que me permitía el desahogo de mi esencia en su piel y en sus entrañas.

Cada gesto, cada mano ofrecida, en el momento exacto y el motivo perfecto me hacían dudar si en verdad era yo el que había propiciado todo aquello. Siempre pensé que yo era el que enseñaba el camino desde todos los ángulos posibles y tan solo tenía que corregir pequeñas desviaciones. Nunca pensé que sucedería cuando éstas ya no se produjesen, cuando el camino recto de su sumisión fuese más firme que el que yo había trazado. Quizá porque nunca imaginé que eso se pudiese producir, esa entelequia en forma de cuerpo y mente que superaba todas mis expectativas. Nunca imaginé.

Ella era mi Ginger Rogers y aunque me sintiese como Fred Astaire, a veces tenía la sensación de que el baile lo controlaba ella ahora. Por eso me sonreía y a mí me hacía reír. Por eso cuando cerraba los ojos, ligeros, para que la luz no se perdiese y la penumbra no nublase mis emociones, nos deslizábamos en esa danza infernal que siempre ideaba y que ella convertía en arte. Cuando sus contorsiones posteriores a los movimientos del ofrecimiento, de la espera, del perdón o de la súplica eran en cierto modo una obra maestra del baile moderno. Cuando su piel se plegaba y los músculos se estiraban y se contraían esperando la violencia de mis pasos, alzando su belleza en el aire impuro de mi devastadora perversión.

Y repetíamos los pasos una y otra vez, cada vez más perfectos, mordiendo cada uno de los frutos que nos proporcionaba nuestra isla, nuestro Avalon.

 

Wednesday

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