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Llegó corriendo, exhausta y sudorosa. La carrera había sido agotadora y el tiempo no acompañaba para dedicarse a dar unos trotes tras un autobús que a duras penas conseguía mantener un ritmo constante. Subió los escalones como pudo y se apoyó en una barra para no caerse al comenzar la marcha. Desde donde estaba el sol reflejaba la luz en su pelo ondulado, oscuro, largo y brillante. La camiseta se le había volteado un poco, dejando uno de sus pechos prisionero por la tela y la bandolera de su bolsa. Que malo es sonreír en esos momentos. Volví a  mi lectura sin dejar de sentir que mi sonrisa comenzaba a hacer de las suyas, trasteando en los recovecos inhóspitos de mi mente mientras mis dedos tamborileaban sobre el papel.

El autobús estaba medio lleno, el trayecto largo, la vida, divertida. Se sentó en el asiento anterior al mio y nada más hacerlo, descargó el respaldo contra mis rodillas. Dolió. Vaya si dolió. Se giró y me miró con esa cara de gatita inocente y boquita de piñon carnosa. ¡Cuantas hostias le hubiese dado en ese momento! Se disculpó y con un tranquila, quedó solucionada su primera sesión dándome para el pelo.

Se dejó caer de nuevo en el asiento y parte de su largo cabello cayó por ambos lados del asiento. Al poco, su respiración se volvió regular y constante y mientras el sueño disfrutaba de su cuerpo, yo empecé a disfrutar de su pelo haciendo nudos rodeando mis dedos.

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