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Las primeras veces tiran de nuestro corazón. Daba lo mismo de lo que se tratara porque las similitudes eran una constante. Los latidos son como los pasos, la guía que impulsa nuestra sangre a recorrer una y otra vez la vida. La alegría hace mucho más bonito el camino por mucho que lo hayamos recorrido una y otra vez. Apareció fogosa y pequeña, con una mueca de vergüenza y media sonrisa. Era tan guapa que el maquillaje peleaba por mantener el tipo. Olía a fruta, o eso recordaba y su pelo, era tan largo como sus piernas. La delgadez no era exagerada ni la voluptuosidad exigente, estilizada y proporcionada hasta el deleite se acercaba como un animal con necesidad de protección. Como supo después, ella no veía nada de eso. No se extrañó. Aquella vez, en ese constante crecimiento y madurez al que las mujeres se precipitan cuando los hombres apenas miramos, iluminaba su cuerpo con el fuego de su pelo. Se iluminaba desde un tostado rubio hasta el castaño oscuro y entre medias, la electricidad hacía magia levantando las puntas cuando pasaba a su lado. Aquella distancia tan pequeña se convertía en nervios y deseos, de ansiedad y miedo. Luego reía y a él le reconfortaba con el calor en su estómago. La juventud suele ser impulsiva, quizá eso sea uno de sus atractivos, pero la inseguridad transforma ese impulso en conformismo.

Le acompañaba para aprender quiso creer. Era posible que lo hiciese simplemente porque se salía de la norma, de los establecido y, sobre todo, porque le respetaba. Trazaba límites y eso descolocaba sus pensamientos. Él, de momento se conformaba con descolocarle el cabello bajando por Rodeo con ligeros tirones y las puntas arremolinadas en su muñeca. Ella se zafaba en mitad de aquel juego, pero disfrutaba los momentos en los que su mente se evadía y desaparecía del asfalto para proyectarse dentro de él. Con otros le duraba poco, con algunos ni siquiera lo conseguía y deseaba con todas sus fuerzas que aquella vez fuese la correcta.

Se zafaba como los animales pequeños cuando intentan ser atrapados por depredadores más grandes. Ella esperaba que él viese el límite que ella imponía. Y lo veía y respetaba. Él a veces suponía que le forzaba a romper aquella barrera, pero cansado de haberlo hecho otras veces y antes, comprendía que no era un juego al que quería llegar. No pretendía dar un puñetazo sobre aquel tablero de juego y terminar una partida que, de momento, era excitante.

Cuando el sol se perdía tras las colinas de Mulholland, él se quemaba con aquel inflamado cabello, esas hebras perfectas con las que doblegaba instantes de aquella inquieta mente mientras de fondo sonaba The Weeknd y ella se mecía en un contoneo perpetuo para él antes de ponerse de rodillas.

 

Wednesday

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