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Iban siempre de la mano, curiosa apariencia. Esas veces en la que los dedos entrelazados juegan solos al ritmo del paso, acariciando las palmas y las yemas, presionando a aquí o allá cuando la premura se impone al paso lento del disfrute del entorno. Ella estaba sola. Hacía años que lo estaba. Casi siempre por propia elección, algunas por imposición. De todo ello había aprendido a no dar nada por sentado, a disfrutar el instante como lo que es, efímero e inmediato. Imaginaba sus relaciones o sus escarceos como singladuras desde que el sol trepaba por el horizonte hasta que se despedía saltando a la oscuridad. Su vida eran la repetición constante de esas veinticuatro horas a lo largo de su presente. No vivía del pasado y no esperaba nada de un futuro más allá de aquel viaje.

Se enfrentaba a la vida cara a cara sabiendo, que casi siempre en estos enfrentamientos tenía las de perder. Y perdía. Por eso, aquel roce inesperado, el aroma reencontrado reconfortaba su ánimo. Todo se traba de las emociones, esas que todo ser humano siente, desea y pelea. Amor, sexo, complicidad, silencio, seguridad, ternura. No había distinción en los sexos. Los hombres y las mujeres buscaban el mismo espacio, a veces de diferentes maneras y por caminos opuestos. Pero al final, los dedos bailando los unos sobre los otros diseñaban el escarnio exacto para ambos. Incluso en aquellos momentos de euforia seguía estando sola.

Aquella lucha terrorífica contra la educación y los prejuicios, aquella lucha por una independencia mal entendida y una necesidad enfermiza de compartir algo con alguien siempre le llevaba al mismo lugar. La cara de la vida, una roca perpetua y dura como su puta madre. Nadie es capaz de vencerla. Cuanto más la mires, cuanto más la desafíes sentirás como la verdadera gravedad, la que imponen las emociones, te hunde sin compasión. Aquella educación quedó atrás y las cicatrices que la vida le fue provocando aligeró su cuerpo de lágrimas y lo reforzó con sonrisas.

Los dedos danzaban entre sí, los mismos que desgajaban la fruta madura de su experiencia, los que hurgaban en su boca tirando de los cachetes hasta que la cara se posaba en el frío suelo, los mismos que se clavaban en las mejillas cuando los pies presionaban el cuello. Pensaba en aquellos momentos, en los comentarios hirientes sobre su sumisión, sobre cómo podía dejar que ese sentimiento de humillación se instalase por todo su cuerpo. A cambio ella pensaba como somete la vida cuando lo permites, como humilla el rencor y el desconocimiento, como el miedo a ser feliz impide ver la realidad de cómo es uno mismo. No eran comparables porque la primera es la misma que luego, en un sencillo paseo le transmite el calor de la vida, el de la mirada de deseo y permanencia, el de posesión. El otro, el rencor, el miedo, el vació y la ignorancia.

Apretó su mano, le miró a la cara. Los dedos dejaron de bailar y la vida, por una vez dejó de ser piedra para ser sonrisa.

Wednesday

imagen por: Machiacellicro

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