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No hacía tanto frío como cabía esperar y aun así, se quedó dentro de las sábanas blancas remoloneando mientras escuchaba a lo lejos el sonido de la leña partiéndose en pedazos. Era un día extremadamente luminoso y aquella habitación a veces parecía una caja de luz enorme. Allí, todo era blanco y lo único que desentonaba a veces eran las marcas que salpicaban la piel. Entonces sonreía recordando cómo las había conseguido, no sin alguna que otra lágrima. Aquel lugar era especial y le encantaba que fuese tan limpio. Cuando el sol se plantó frente a la ventana y había que entrecerrar los ojos para que la luz no fuese molesta, escuchó el sonido de los pasos, pesados, casi arrastrando mientras la madera del suelo crujía en cada pisada. Llegó hasta la puerta, pero no pasó, se quedó bajo el dintel, casi con miedo de romper la uniformidad del color del interior.

Su cara tiznada dejó ver la sonrisa mientras con las manos sucias se tocaba la barba. Ladeó la cabeza como cuando los perros saben que algo va a suceder y decidió entrar para sentarse sobre las blancas sábanas. Apestaba a sudor, humo y nogal y recordó que aquella madera era su favorita. Durante mucho tiempo le resultó curiosa aquella mezcla que tenían entre los dos. Seguramente a ella le atraía todo lo que ella no era, lo primario y descuidado en el trato, lo puramente manual, las manos gastadas y llenas de heridas cicatrizadas, lo primitivo de su mirada o cómo apretaba los dientes. A él no le interesaba tanto su lógica y estatus, el mundo del que venía porque, aunque ella había estado toda la vida enseñando esa imagen limpia de señorita educada, estudiosa y profesional, con él de poco servía. Lo que a ella le atraía de él no era lo que a él le atraía de ella. Quizá por eso el nexo era tan brutal. Él ahora ya no sonreía y ella le invitó a darse una ducha o irse a una cueva que contuviese el olor a sudor. Fue cuando volvió a tocarse la barba y vio como las manos estaban completamente cubiertas de hollín. Igual no sólo había cortado leña y había limpiado la chimenea y se le había ocurrido alguna de sus infinitas putadas.

Fue cuando arrastró la sabana hasta los pies dejando el cuerpo desnudo ante sus ojos. Ella no se sorprendió ni notó el frío del suave invierno, pero sí sintió los dedos ásperos acariciando su cara y el resto de su cuerpo. Él pintaba a su manera la piel, con trazos rápidos cambiando la presión según le interesaba. Ella se la imaginó en aquellos momentos como la de una cebra pero evidentemente no era algo tan hermoso. Antes de que se diese cuenta, un par de dedos entraron en su coño que ya estaba mojado desde que apareció por la puerta. El polvo negro se deshizo con el flujo y el negro intenso se transformó en un gris plomizo que él siguió extendiendo por el cuerpo. Con la otra mano se dedicó al pelo, oscureciéndolo e intentando recuperar aquella melena negra que tanto le gustaba.

Cuando ella creía que había terminado, él levantó su cuerpo y lo restregó contra el suyo, abriéndole las piernas y recorriendo cada pliegue con los dedos, ya casi limpios de hollín. Ella, excitada, se dio cuenta de lo que antes era un apestoso y sudado cuerpo ahora era un puto animal con el que aparearse. Antes de que pudiera pensar algo más, sintió la asfixia cuando él empezó a follar su boca hasta la garganta. Aquello era tan intenso y sencillo que sólo imaginaba limpiarle con su boca y su saliva. Y eso hizo cuando él soltó su cuerpo y se dejó hacer. Cuando ella terminó no quedaba ni un resto del polvo negro en el cuerpo de él. Ella, saciada fue levantada por los hombros y presentada frente al espejo. De su piel blanca no había ni un resquicio, el negro y el gris predominaban y sentía como si la hubiesen arrastrado por un suelo de cenizas. El pelo encrespado y sucio a él le parecieron que la hacían mucho más hermosa. Fue entonces cuando ella sonrió y los dientes blancos sobresalieron sobre la piel tiznada.

Él se dirigió a la ducha y ella se quedó tendida en las sábanas, ahora grises, mientras sonreía y saboreaba el carbón y el semen entre sus dientes.

Wednesday

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