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El día se hizo muy largo y ella se pasó de traviesa. Tenía ganas de jugar y fue mellando la paciencia, como la navaja al marcar la corteza del árbol, sin darse en realidad cuenta de que lo único que conseguía era lo contrario a lo que deseaba. Se despeinó en la comida y jugó con los cubiertos, haciendo ruido al comer y no limpiando sus manos mientras  toqueteaba todo lo que se le antojaba. Después, en un alarde de estupidez abrió los cajones donde él guardaba sus relojes, desordenandolos sin ton ni son y haciendo un ruido infernal. Desde lejos oía como las mandíbulas, ocultas por la espesa barba, se cerraban en una mordedura intensa que hacía rechinar los dientes. Luego volvía corriendo, sin haberse quitado los tacones, haciendo ruido y tirándose en el sillón que él utilizaba para leer. Encendió la televisión y buscó un canal de música que puso a todo volumen mientras de un salto comenzó a bailar y cantar sin quitarle el ojo de encima. Conocía aquella cara, casi impasible pero sus ojos estaban llenos de furia. Sin embargo, no hizo nada.

Las horas pasaron, ella no paró y él simplemente esperaba. Cuando por fin se cansó, fue de rodillas hacia él, desafiante y felina e intentó poner sus manos sobre las rodillas. El golpe se lo impidió. Era el golpe que esperaba, deseaba el cinturón y la reprimenda verbal y física, en cambio en el segundo golpe, notó que algo no iba como ella había planeado. Mientras estaba en el suelo reubicando sus pensamientos, él desapareció y se sumergió en la oscuridad del pasillo. Escuchó los ruidos violentos y al poco regresó. Le colocó la mordaza y la apretó más fuerte que de costumbre. Si hubiese podido sonreír lo hubiese hecho. Después llevó una silla hasta el cuarto de baño y la colocó frente a la enorme mampara de la ducha. Agarró su pelo y tiró de ella como si no le importase nada. Empujó su cuerpo hasta que se sentó y comenzó a atar los brazos al respaldo imposibilitando su movimiento. A continuación separó las piernas e hizo lo mismo que con los brazos pero en las patas. Tiró de nuevo del pelo, tanto que dejó su cuello completamente estirado y perfectamente vertical, atándolo con otra cuerda a un gancho que había en el techo y que hacía poco había colocado. Era imposible su movimiento. Le arrancó la ropa en jirones, cortando con el cuchillo cada centímetro de la tela. Levantó a continuación sus caderas, dejando un espacio vacío entre el cuerpo y la silla. Le metió el enorme dildo de una sola vez y ella mordió la mordaza tan fuerte que estuvo a punto de romper la bola. Recordaría más adelante el dolor de mandíbulas y del culo durante un par de semanas.

Con el dildo dentro, llenando sus entrañas, le colocó un cinturón de castidad de cuero negro. Nunca lo había visto y comenzó a preocuparse. Lo apretó tan fuerte que era imposible que el dildo se escapase de su culo. La cincha que tapaba su coño rozaba los labios y comenzó a empaparla. Sintió entonces la vibración intensa sobre el cuero que lo transmitía hasta su clítoris. Entonces. él se desnudó, despacio, recreándose en cada movimiento, delante de ella, tan cerca que podía olerle pero no tocarle, inmóvil, apresada por el deseo y las vibraciones que llegaban hasta la enorme polla que tenía metida en el culo. Entró en la ducha y encendió la luz, abrió el agua caliente y dejó que el vapor de agua empañase el cristal. Comenzó a masturbarse, dolorosamente despacio para ella, dejando ver cada movimiento, cada roce, como su polla iba creciendo a escasos centímetros de ella. Se acariciaba mientras el agua y el jabón se deslizaban por su piel. Después de veinte minutos de tortura visual, abrió la puerta de la ducha y se corrió entre gruñidos salvajes, llenando el suelo del espeso y abundante líquido blanquecino. Las últimas gotas caían formando un hilo perlado y eterno hasta el suelo. Cuando terminó, pasó a su lado, sin tocarla, apagó la luz y se fue.

La botella de vino casi estaba vacía y la lectura fue gratificante, adornada con los gemidos al principio y los llantos al final. Fueron dos horas intensas hasta que el vibrador se paró. Se levantó y entro en el cuarto de baño, encendió la luz, desató sus piernas, luego sus brazos y por último la mordaza. Tenía la cara empapada en lágrimas y no podía mantenerse de pie. Quitó las cintas que fijaban el vibrador al cinturón y lo desabrochó. Sacó el dildo de una sola vez mientras ella dejaba caer el peso de su cuerpo sobre los hombros de él. No hubo queja.

Con suavidad, dejo el cuerpo agotado sobre el suelo, protegido por un abrazo calmado y cálido. Ahora, limpia este desastre, le dijo mientras apoyaba la cara contra el frío suelo frente al semen que antes había desperdiciado. La boca se abrió sola.

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