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El balancín subía y bajaba con estruendo. Nadie en muchos años lo había mantenido joven y el óxido y el chirrido del metal, acompañaban las risas de todos aquellos que lo disfrutaban. Arriba, abajo y vuelta a empezar. En el suelo, horadado por las embestidas de los topes, el polvo se acumulaba en los zapatos, botas y zapatillas. Los impulsos de las piernas jóvenes por llegar a lo más alto y permanecer allí una y otra vez, pero era inevitable la bajada de nuevo al suelo donde el polvo que en la subida se iba pulverizando en el aire, volvía a formar una fina capa sobre el calzado. Los soportes en el que las manos se asían con fuerza estaban algo desencajados y parecían más las riendas de un potro desbocado que de un juego infantil. El asiento resbaladizo hacía que los brazos aguantasen con firmeza el soporte para que el peso del cuerpo no chocase contra él. A veces, si la subida era rabiosa, te quedabas sin aire. A veces si la bajada era enérgica, cerrabas los ojos esperando el golpe que recorriese todo el cuerpo para de nuevo salir despedido hacia arriba. Sin embargo, siempre, todos, queríamos llegar allí arriba y permanecer disfrutando del paisaje, de nuestro poder recién descubierto y que nuestra pareja de vaivén fuese incapaz de hacer el esfuerzo de bajarnos.

Esto no es más que nuestro anhelo y nuestro disfrute. Nuestra infancia, si ha sido ligeramente normal, es el paradigma de nuestra vida adulta, de como nos desenvolvemos con los demás, de nuestros deseos y nuestras rabias. Lo curioso es que cuando miramos a todos hacia arriba imaginando el momento en que nosotros tengamos que mirar hacia abajo, pensamos que nuestro comportamiento diferirá bastante. La ira, la rabia, las lágrimas, la risa, la improvisación, la ausencia de las consecuencias debido a nuestros actos, aunque más tarde nos damos cuenta de que es todo lo contrario, es propio de esa infancia salvaje en emociones y sin ninguna medida. Así debe ser.

Pero luego la infancia de los veinte, de los treinta, de los cuarenta… Esos momentos dónde cambiamos el balancín por otras cosas pero los objetivos son los mismos. Dónde se hacen los mismos bandos que en el parque, unos contra otros, defendiendo a los que nos interesan, ya sea por amor, por amistad, por el propio interés y casi siempre por motivos espurios. Nada va a cambiar esto. Siempre formó parte del juego, de nuestra historia. Nosotros hoy, en esta moda de culpar siempre a los demás por el daño recibido, como si nosotros fuésemos completamente inocentes, inmaculados en nuestros actos y pensamientos, entonces y solo entonces, sacamos una artillería pesada capaz de destruir sin ningún pudor a quién antes fue nuestro soporte, nuestro guía, nuestro amor o nuestro amigo. La vida se rodea de rabia y nos enguantamos con ella antes de subir al ring para esperar a nuestros sparrings, sabiendo de antemano que vamos a tener el fervor del público ya posicionado a nuestro favor y conociendo además que a los que opinan diferente a nosotros los hemos dejado fuera del recinto porque tenemos reservado el derecho de admisión.

Nos comportamos como niños aunque yo recuerdo de mi infancia que había algo que nadie nos podía arrebatar. La dignidad aunque nos hubieran partido la cara y la sangre saliese a borbotones por nuestra nariz y nuestra boca dejándonos por vez primera el sabor del metal y la sal. Ese sabor que algunos parecen haber olvidado.

 

Wednesday

 

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