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Eran tan normales que reían sin parar. Quizá era esa la cualidad más hermosa que tenían cuando se rozaban o se miraban. Sabían que no durarían mucho tiempo, pero no les importaba porque incluso en los silencios se mantenían unidos. Tanta imperfección era atractiva, aunque no se daban cuenta de que los dos eran suficientemente hermosos como para que el resto les observasen con admiración y envidia. La juventud y la experiencia, la inocencia y la perversión, incluso la vergüenza y el desparpajo giraban en torno a ellos como si solo fuesen uno. Había sido tan difícil encontrar ese complemento que una lo disfrutaba y el otro se rendía al por fin que tantas veces había deseado. La complicidad natural de caminar por el filo de la navaja y la piel áspera por el roce de las cuerdas no les hacía únicos ni especiales, tan solo se adoraban.

La complementariedad no es algo que se pueda imponer, tampoco requiere tiempo, diálogo ni comprensión. Todas esas cosas erróneamente impostadas y elevadas a reglas básicas de convivencia y salud emocional eran completamente falsas. Se dieron cuenta de que la perversión, el silencio, las caricias y la violencia se unificaban en un sexo rápido y preciso. Aquella relación estaba destinada al fracaso mientras se consumían en un fuego alimentado por la sensación de que estaban hechos el uno para la otra.

Aquel puente en el que ambos estaban colgados se arqueaba igual que la espalda de ella mientras él con las manos, abría las nalgas en un simple balanceo de los brazos. Aquel magnífico equilibrio con ambos de puntillas les permitía notar la lluvia que desde la boca descargaba sobre el ano. La sensación era embriagadora y aquella altura les dejaba a ambos sin aire. La lluvia arreciaba empapando sus cuerpos de sudor mientras los temblores de aquel puente suspendido les hacían perder el equilibrio. Aun así, lograban mantenerse erguidos y firmes cuando él atravesaba la carne para instalarse en las entrañas. Menos aire y más temblores. Los dedos de los pies eran incapaces de soportar el movimiento ni el peso, pero él los clavaba con cada embestida en el suelo. Toda aquella vista era grandiosa. El viento aullaba de aquella boca por la que manaba la saliva como un manantial. La piel erizada como las briznas de hierba mecidas por el viento del sur que retumbaba en gruñidos. El cuerpo era tan hermoso que la sola mirada le hacía perder el sentido de lo qué estaba haciendo, cayendo sin darse cuenta en unos rápidos violentos que pretendían acabar en orgasmo.

Frenaban el avance para recordar aquellos instantes irrepetibles y no mirar hacia el final del puente donde seguramente sus caminos se separarían. Ese orgasmo conjunto les mantenía en el sitio, cómplices a sus deseos y necesidades que a buen seguro recordarían el resto de sus vidas. Porque no sólo sirve estar hechos el uno para el otro, también cada uno de sus agujeros y apéndices eran moldes perfectos.

Cuando terminó entendió el porqué de su pasión por los puentes.

Wednesday

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