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El sonido de las llaves al caer sobre la bandeja no era tan rotundo como el de sus rodillas al tocar el suelo. La comida estaba preparada y el agua también. Arrastrándose con cierto pesar se tumbó dejando la cabeza prácticamente debajo de la silla. Se incorporó un poco esperando algo de cariño. Los dedos acariciaron el pelo y ella sonrío. Los gestos no tenían porqué ser grandilocuentes pero los que hacía con sencillez no tenían nada de misterioso. Se quedó ensimismada en el tacto mientras conversaban de cosas triviales, las mismas que le hacían entrar en un mundo por el que había luchado tanto. Entre respuesta y respuesta, le dejó la comida y el agua en el suelo y ella le miró esperando aprobación. Siempre la misma expresión, siempre ese “estarás hambrienta” y la devolución de una sonrisa y una mirada brillante. En aquel suelo la comida sabía mejor. En la calle, en el trabajo, en la vida, sabía cuál era su sitio y tardó, quizá demasiado, en encontrarlo en aquel reducto íntimo que eran sus emociones. Tras aquella puerta, la que abría y cerraba todos los días, lo había encontrado.

Mientras comía y le escuchaba, su mente divagaba en lo sencillo que había sido todo aquello. No recordaba los castigos, los que había soportado en otros tiempos, en otras manos, por miserias insignificantes o decisiones desacertadas. En este hogar, y se sorprendió al llamarlo en su cabeza así, jamás había recibido un correctivo. Se había equivocado muchas veces, incluso de gravedad en ciertas circunstancias, pero a cambio recibió severas enseñanzas sin un ápice de violencia. La convenció hace mucho tiempo ya, de que la violencia era mejor aplicarla a otros menesteres y bien sabía que tenía razón. Volvió a sonreír ante ese pensamiento y levantó la mirada para agradecérselo, aunque él seguía metido en aquella conversación que apagaba cualquier fuego. Hoy no era día de contar nada, se dijo. Cuanto más se hundía, más fuerte era la mano que le tendía, aguantando sus miedos y su ira para finalmente, tirar de ella y llevarla de nuevo a su lado. No recordaba las veces que habían pisoteado su cuerpo indiferente a sus inquietudes y sus deseos. La comida estaba deliciosa.

En el dormitorio, las manos acariciaban los botones de la camisa. A él le exasperaba la lentitud con la que hacía todo aquello, tomando un tiempo precioso. Aun así, dejaba que las manos hicieran lo preciso para ir uno a uno, botón a botón hasta que el calor del pecho volvía a iluminar su cara. Incluso en las cosas que detestaba era condescendiente con ella a sabiendas de que en algún momento lo pagaría. “Hoy por ti, siempre por mí“, le decía al oído muchas veces. Y aquel siempre le llenaba el pecho y le revolvía las tripas de felicidad. Desvestirle no solo era una rutina, era una misión vital. Apartaba la ropa y la doblaba de la misma manera siempre y se despertaba en mitad de la noche para preparar la que se pondría al día siguiente. Los mismos movimientos y los mismos deseos. Por la mañana se metía en la ducha y se ofrecía, a veces recibía un beso o una caricia, otras una sonrisa o un gruñido, dependiendo de cómo había pasado la noche. Otras veces asaltaba su cuerpo con una violencia tan feroz que el agua se evaporaba sobre la piel y los dientes se clavaban en insospechadas partes de su cuerpo. Ella terminaba derrumbada en la ducha, amoratada con suerte y agradecida si rezumaba sangre, mientras el agua intentaba limpiar aquel maravilloso desastre. Los botones; la mente le jugaba malas pasadas cuando los acariciaba. Dejó la camisa colgada en el galán que había en una esquina de la habitación. El cinturón y el pantalón siguieron los mismos pasos, sin embargo, pensó que quizá, el cinturón estaría mejor a los pies de la cama.

De nuevo las rodillas se plegaron sobre el suelo, pegadas a sus pies. Sonrió otra vez, aunque él no podía verlo. Aquellas cosas de casa hacían que se sintiera hogar.

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