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Las gafas de sol parecían perdidas y desubicadas en la esquina de la cama. La sábanas intentaban recomponerse después de la batalla pero no lo conseguían. Aún, su cuerpo deambulaba entre los sueños mientras mis ojos intentaban controlar sus movimientos, incluso cuando su mente estaba absorta y sumergida en lo más profundo del subconsciente. De vez en cuando los párpados se abrían ligeramente y los temblores estremecían los pliegues de su piel mal herida. Los restos de algunos de sus cabellos todavía estaban enredados en mis muñecas, desafiando toda ley física después de todo lo que había sucedido.

Entramos en aquella habitación, ella con los zapatos en la mano, colgando de las finas tiras entre sus dedos. Sus piernas largas y definidas culminaban en unos pies que caminaban de puntillas, intentando no hacer ruido o quizá emulando que aún llevaba los zapatos. Era los suficientemente alta como para estar a mi par en ellos subidos. Se giró y me sonrió. Pensaba que tendría una sesión de aquellas que tanto había leido y deseado, de esas de las que había fantaseado una y otra vez y que su trasero saldría a la mañana siguiente lo suficientemente dolorido para mojar sus bragas al recodarlo y que sus muñecas arderían por la presión de algunas cuerdas ásperas que hubiesen horadado hasta casí dejar su carne en un rojo inténsamente vívido.

La sorpresa llegó cuando agarré su pelo y tiré de él tan fuerte que lo que hubiese sido un gemido delicioso, se convirtió en un grito exagerado. Sus rodillas se clavaron en el suelo, junto a mis pies y sus zapatos terminaron al otro extremo de la habitación. Con las manos arranqué el vestido y eso a ella no le gustó. En cambio a mi me pareció fantástico. No llevaba ropa interior y eso me decepcionó un poco. Mi cuchillo no podría cortar las gomas y la seda, así tendría que dejarme llevar por lo que mis dedos me dijesen. Su pelo, tan largo y sedoso rápidamente se enredó en mis muñecas y como una yegua en mitad de una doma, empezó a cabecear intentando zafarse de mi presión. No lo consiguió y fui tirando de ella hasta tener su espalda perfectamente arqueada, su boca entreabierta y su respiración acelerada. El primer azote fue tan fuerte que ni siquiera gritó. La piel enrojecida al instante empezó a palpitar buscando el alivio del frescor de algo que no llegaría. Muy al contrario, los golpes fueron certeros uno tras otro sin siquiera soltar sus cabellos. Cuanto más violento era el trato, más tranquilo me sentía. Ella ya rendida desde hacía muchos minutos se dejaba hacer.

Intentó decirme alguna palabra pero le cerré la boca de una bofetada que dejó su cara descompuesta. No era la primera vez que intentaba elevar su voz sobre la mía. Su indisciplina constante, sus pequeñas batallas en las que creía que ganaba algo y al contrario perdía me exasperaban. Su rebeldía no era tal, era desprecio a lo que creía que era. Nunca fue sumisa, nunca lo fue por mucho que predicase a los cuatro vientos que lo era. Y mucho menos fue ni será mía por mucho que se empeñase en hacérselo saber a todos. Simplemente por eso merecía mi desprecio pero siempre le daba una nueva oportunidad de cambiar, de que por fin actuase de lo que ella misma creía que era. Ni siquiera en estos momentos se comportaba así. Mi tranquilidad era tal que mis esfuerzos por torturarla no eran tal. Surgía espontáneo y de manera ligera. Ya no podría sentarse en bastante tiempo, el roce de la ropa le produciría un dolor insoportable durante días, se quedó sin lágrimas para los próximos tristes momentos. Estaba rota, insoportablemente derrumbada y se dio cuenta de que no era lo que creía ser.

Perdón, sollozó, perdón volvió a decir extendiendo las manos. Entonces miré y me di cuenta de que quizá, solo quizá una breve luz iluminase su corazón. Pero para mí ya era tarde, quizá para ella hubiese otra oportunidad, pero no conmigo. Ayudé a que se vistiese después de limpiar su piel y sus lágrimas. Sus ojos, tras el cristal del taxi seguían pidiendo perdón. Y ese perdón se perdió entre las luces nocturnas de la ciudad.

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