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Olía bien, demasiado. Se despertó con el aroma de la mantequilla dulzona impregnando la garganta. A lo lejos el ruido de los vasos y gorgoteo del café recién hecho. Mezcla de olores entrañables que le permitían olvidarse un poco del dolor y los sollozos que habían dejado hinchados los ojos. La luz aún era tenue, había amanecido hacía poco y la primavera, por fin, despertaba. Giró sobre sí misma, enrollándose en la sábana que seguía oliendo a la violencia nocturna. Apretó la almohada contra su cara, parecía que se escondía en las profundidades de los efluvios. El colchón se inclinó un poco cuando él se sentó.

Abrió solo un ojo, el otro oculto por la almohada percibía destellos que chisporroteaban en la retina. Le veía borroso y sonriente. Siempre se sorprendía como aquella sonrisa enorme y limpia se podía convertir en dentelladas cortantes, escondidas en guturales gruñidos y que terminaban por impedirle agarrarse a cualquier cosa sólida para poder escaparse. Cuando había pasado un tiempo se daba cuenta de lo estúpido del pensamiento y del deseo de sentirse atrapada y devorada. Quería que la masticase hasta hacerse pulpa. En cambio, en esos momentos de frenesí, tenía miedo.

Se incorporó y se quitó el pelo de la cara. Se imaginó el aspecto y bajó la cabeza. Él siempre parecía pletórico y ella, creía que era un guiñapo. Muchas veces él insistía y con vehemencia de que la belleza que irradiaba cuando despertaba era limpia, y por eso siempre quería ensuciarla. Alargó la mano para coger un croissant. Se veía apetitoso y olía magníficamente. A cambio, un ligero golpe en la mano. Perdón, susurró, y él hizo una mueca. Cogió el bollo y se lo ofreció. Ella estiró de nuevo el brazo para cogerlo. El golpe fue un poco más violento. ¿Puedo cogerlo? preguntó en voz baja. Él asintió con la cabeza y volvió a sonreír.

Estaba hambrienta, sin duda. El estómago no le engañaba esta vez. Abrió la boca para darle un bocado, pero la bofetada se lo impidió. Se quedó aturdida. En tres ocasiones le había golpeado y no había entendido el juego. Entonces se sintió malévola por dentro, aunque no se lo hizo ver. Aquellos juegos improvisados siempre le pillaban por sorpresa. Cada vez que no le pedía permiso, la intensidad del golpe era mayor. Para masticar, para tragar, para beber un sorbo de café, para limpiarse los labios, para dejar el bollo en la bandeja y luego la taza. El pelo iba y venía de un lado a otro de la cara y ésta, se iba iluminando de ese rosa que está a punto de convertirse en bermellón.

Mientras, él intentaba ocultar la diversión de su cara, pero lo conseguía a duras penas. En algunos momentos incluso una carcajada se contagiaba de uno a otro y como un péndulo iba y venía hasta que todo quedó esparcido sobre las sábanas, el café derramado en el suelo y el pesado cuerpo inmovilizando la livianeza del torturado entre los golpes y las risas. Cuando terminaron, ella recogió un trozo de croissant y se lo dio de comer. Mordió, no sin antes recibir un mordisco en el cuello que le hizo soltar un grito. Luego, vinieron más risas y una primavera llena de café derramado.

 

Wednesday

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