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Las risas, como la lluvia fina, se escapan para no volver. Solo quedan sus recuerdos, los ecos que intentamos mantener cerca para no olvidarlos, sonidos majestuosos que se difuminan en un parpadeo. Eran las risas el mortero que mantenían sus brazos unidos, los cimientos de una civilización emocional rica en experiencias, la pasta que fructificaba sus deseos y los suavizaban hasta la perfección. Día tras día moldeaban juntos los edificios que constituían aquella ciudad hermosa de sentimientos.

Aquella constitución de encantos se propagaba con el leve roce o el incisivo pellizco que hacía mover sus nalgas dando un pequeño salto mientras que con la mano intentaba apartar las tenazas en las que se convertían los dedos. Era imposible. Siempre llegaba tarde y eso le hacía reír aún más fuerte, mientras salía disparada colina arriba. En lo alto, el árbol ajado esperaba como cada día. A su vera, un tronco caído hacia varios lustros les servía de mesa para el almuerzo y altar para sus devaneos con la tortura. En ambos casos, siempre había algo que echarse a la boca.

Se sentaba sobre la corteza y dejaba las piernas colgando, meciendo los pies y dejando caer los zapatos a escasos centímetros de sus botas. Llegaba siempre con el resuello escondido en la sonrisa de medio lado y los ojos incandescentes de lascivia. Luego, se apartaba con pudor fingido la falda, dejándole entrever el algodón de las bragas, jugando con el ánimo del bandido a punto de apresar a la joven indefensa. Él, sin embargo, no la había creado indefensa. Al contrario. Se sobrecogía con la entereza, la fuerza y el estoicismo con el que aguantaba la presión de sus manos en el cuello. Se sobrecogía cuando las lágrimas afloraban para darle las gracias. Se sentía pequeño por lo poderosa que se había convertido. Dudaba entonces de quién había creado a quién.

Fueron prófugos de su propio destino para terminar encontrándose en aquel rincón apartado de sus recuerdos. Creando desde cero todo el repertorio de amor y violencia que creyeron mejor para ambos, sin temor a ser repudiados, sin miedo a sentirse parias. Solos, pero con todo. Con todo, pero con ellos.

Si cerraban los ojos y se tocaban, si saboreaban la sangre y el dolor, si sentían el placer y la miel del elixir era cuando dejaban de ser dioses para convertirse en bestias.

 

Wednesday

 

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