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Como todos los años por estas fechas, ella adornaba la casa, vestida con un fino conjunto de encaje que le quedaba super bien, o sea, le hacía una figura estilizada y muy femenina. Subida en sus tacones de 15 centímetros, se movía grácilmente por los pasillos y por los altillos de todas las estancias, colocando adornos aquí y allá, y dando esos toques femeninos que solo ella sabía hacer. La mesa del comedor, inmenso porque la casa de él era grotescamente grande, tenía espacio para poner cinco belenes pero para la ocasión había elegido un conjunto muy chic a la par que hortera de bolas doradas y plateadas que si nos dicen que habían sido comprada en unos chinos, nos lo hubiésemos creído. En cambio, en Serrano, lo mismo, le costó a la tarjeta de él un pastizal obsceno.

Alrededor, unas velas aromáticas que luego cumplirían alguna otra función, salpicaban la mesa junto a flores de pascua, de las de verdad y no de plasticucho que ahora cualquiera puede tener. En esa casa había nivel, Maribel. Los adornos navideños, comprados con estilo en alguna tienda con nombre francés y que paso ahora de intentar recordar, iluminaban ese salón con diferentes ambientes continentales. Desde el África negra y sus máscaras de tribus inexistentes, pasando por la misteriosa Asia, el frío Antártico. Todo el salón era un vergel de gilipolleces varias pero muy estilosas.

En el sofá, de fino cuero blanco italiano, ideal para juegos de bdsm, estaba él. Sentado con una pierna cruzada, observando impasible como ella disfrutaba de semejante chorrada. Vestido con un traje de tres mil dólares (como suele quedar claro en las películas), camisa blanca almidonada y los nardos apoyaos en la cadera, corbata negra, fina, esbelta, como una columna dórica, o jónica, griega vamos, y unos zapatos hechos a medida, de cordones por supuesto, se ocultaba tras una cortina de humo proveniente de un Montecristo gordo de cojones. Tras el humo, su cara, de perfil griego, como la corbata, la barba de tres días, perfecta y reluciente, la piel hidratada por alguna crema de Sisheido, las cejas depiladas y un corte de pelo hollywwodiense. En una mano el cigarro, en la otra una copa de balón de oro llena de Lepanto, listo para marchar contra las tropas enemigas en el frente ruso.

Por la ventana se veían los copos de nieve caer, lentos, pausados, como los fustazos que le daba a cámara lenta mientras arrancaba su ropa interior sin dejar el cigarro ni la copa. Ella se arrastraba por el suelo, cambiando de lado su hermoso largo cabello para que él disfrutase perfectamente de cada hostia que le daba. Se arrancó la camisa como Camarón y dejó ver su torso perfectamente cincelado por horas de gimnasio pero sin exceso. Sin vello, era todo un Adonis mientras ya el sudor perlaba su piel perfumada por Hugo Boss. En una de las paredes del salón había una cruz de San Andrés, algo típico en un salón de estas características. Y allí ató la madrina de la navidad.

La Mordaza era una bola navideña y la nieve empezó a caer del techo en el ambiente antártico. Todo muy preparado. Ella solo sollozaba de placer, ¿qué sumisa no lo daría todo por él?¿cómo no rendirse a este torbellino dominante?

La puerta sonó, el timbre enmudeció el ritual. Era el de telepizza. La cena estaba lista.

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