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Las palabras eran un estado, cambiante, efímero, disperso. Se moldeaban en los labios, rugosas o afiladas o consistentes o cualquier cosa que pudiera imaginar. Abrazados, notando el crujir de los huesos y la compresión de los músculos, iban saliendo de la boca recreando los estados, alternando el frío y pesado sólido, dejándolo sobre los hombros e insistiendo en que ella, era capaz de soportarlo. De llevar la pesada carga, cada vez unos segundos más, aguantando el llanto, silbando la súplica y enjugando el grito, tan pesado y sólido como aquel susurro. Él, a cambio, soportaba el cuerpo apresado entre los brazos, levantando la carga hasta dejarla de puntillas para después. suavizar la presión y dejar que resbalase despacio hasta que ambos se ponían de rodillas.

Y de rodillas se amaban igual que sostenidos por las columnas de sus decisiones. Algunas veces ella hubiese querido deslizarse hasta el suelo y tumbarse en aquel negro pozo que poco a poco iba comprendiendo. Otras, era él quién deseaba que cayera hasta el fondo para comprobar que de allí se podía salir. Pensamientos que ambos apartaban a manotazos, mientras la solidez se sublimaba hasta convertirse en un instante en vapor. Era el deseo el que humeaba entre los dos. Un deseo diferente, como los caminos de Machado, los que se hacían al andar, pero que tenían el mismo lustre y el mismo destino. El vapor que consumía el fuego y el ardor, ese plasma inmisericorde que nos consume a todos en nuestro deseo y que pocas veces somos capaces de sentir. Todo ardía, los huesos se ennegrecían excepto por las marcas que la saña se ocupó de mantener. Las marcas que se asemejaban a los días contados por los náufragos y que, en aquellos huesos, se perdían en la inmensa cantidad de líneas blancas sobre las cenizas que se iban acumulando. Pero los huesos eran firmes y robustos. De pie o de rodillas, aguantaban el calor que, desde la superficie, a varazo limpio, llegaba en el pulsar de la carne, temblando de arriba a abajo, de fuera a dentro y vuelta a empezar.

El infierno desatado, cualquiera de los muchos posibles, termina por anudarse y afianzarse, consigue que las palabras se licúen y fluyan de boca a boca, regando el candor y humedeciendo cualquier jardín convirtiéndolo en vergel. Los ojos no son más que el escaparate de un ancho regato que permite sanar con agua y sal las heridas para después, ser enjugadas con los dedos que la llevaron hasta allí. Luego, tan solo hay que dejarse llevar por la corriente hasta la desembocadura de la pasión y de la entrega formando un delta, un hermoso triángulo de amor, respeto y dedicación.

Las palabras dan forma a la vida como ésta, nos dan forma a nosotros.

 

Wednesday

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