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Me gusta recordarle empezando por el final, cuando mi cuerpo completamente derrotado, roto y completamente destruido sólo puede regodearse con la mirada en sus manos. Aquellas en las que deposito mi cuerpo, mi carne y mi sangre, las mismas que trabajan con denuedo y minuciosidad cada centímetro de la piel, de los músculos y de las terminaciones nerviosas. Son las únicas capaces de hacer lo que hacen y de hacerme sentir plena, como soy con él. Desde el suelo, o la cama, desde lo más profundo de la bañera, en el barro o bajo el agua, desde cada uno de esos lugares le observo como mira todo lo que es suyo, con precisión, a veces con los ojos perdidos en una frialdad insondable, otras veces con un furor enceguecido y ardiente que me hace estremecer. Atrás queda el dolor, el sufrimiento, el placer y los gritos que dejan siempre mi garganta al rojo vivo.

No cuento las lágrimas que cayeron desde el principio y que siguen haciéndolo ahora. Cada instante tiene las suyas, las del miedo, las del dolor, las del deseo. Pero las últimas, las del agradecimiento infinito son las que más recuerdo y atesoro como lo que son, parte de algo que, aunque es intangible, me rodean como un manto impenetrable que me hace sentir plena y segura. Hoy no fue diferente. Notaba los labios hinchados de haberlos mordido, aunque no lo recordaba, notaba el culo latiendo con fuerza después de los azotes y los golpes con el cuero del cinturón. Notaba el escozor de los mordiscos recibidos en los pezones y en los pechos. El corazón incluso cuando ya había pasado todo, cabalgaba con ímpetu y ganas de saltar de mi boca y caer a sus pies. De buen grado lo hubiese hecho si fuera posible.

Las punzadas hirientes que notaba en el clítoris y el dolor penetrante en mi ano me recordaron que nunca con él había un momento de respiro. Incluso en las caricias siempre había algo que me hacía chillar. Y no saber lo que me deparaba era algo que no tenía precio. Sentía el pelo pegajoso, mezclado con el sudor y a saber qué más. Perdí casi la consciencia un par de veces antes de sumergirme en aquel lugar al que siempre me llevaba. Luego, cuando todo había acabado, a veces sentía su bota aplastando mi cuello, o la cara y eso anclaba mi existencia a algo mucho mayor que yo. Cerraba los ojos y sentía como la felicidad apagaba el dolor. Sabía que sería capaz de dar lo que fuera para que esa sensación fuese perpetua.

En cuanto abría los ojos, una vez que mi corazón había vuelto a su ser y después de los cuidados y caricias correspondientes, mi mente se recomponía a la perfección para contemplar lo que él se llevaba de ella, unos vaqueros ensangrentados junto con sus manos, la barba enredada y una puta sonrisa de sádico, perverso y amante. Mi cuerpo después iba en volandas, ingrávido hasta que lo limpiaba con agua tibia y jabón mientras me cantaba alguna canción que improvisaba. Aquello era el principio de un nuevo comienzo, cuando la carne y la sangre fluía entre los dos.

Wednesday

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