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Daba igual que fuera esbelta, o no. Daba igual. Daba igual cuantas veces viera como paseaba por el jardín descalza, clavando los dedos en la tierra húmeda y saltando de un pie al otro levantando pequeñas gotas de rocío que se habían rezagado de la evaporación. Daba igual. Tampoco importaba el sentir de los temblores, por el frío, por el estremecimiento, por la tensión, por el roce, por el inminente restallar de la vara en la piel. Daba igual.

Combinaba siempre los tres elementos, el agua, el oxígeno y el carbono de su vida. Unas veces improvisaba y se notaba, otras, llevaba planificado hasta el más mínimo movimiento. Hoy ella no sabía a ciencia cierta cómo debía tratar ese momento. Hacía algo de frío a la sombra del cedro, la tierra seguía mojada y empezaba a no sentir las plantas de los pies. Mientras él sonreía, se quitó el cinturón, con desliz, con magia y ternura le pareció. Al salir del todo chocó con la corteza y el sonido, seco y contundente le produjo una creciente excitación. Luego ladeó la cabeza, investigando con la mirada el hueco que sus clavículas formaban cuando elevaba los brazos. Pasó el cinturón de lado a lado por encima de una rama que casi podía tocar con la yema de los dedos. Luego lo cerró sobre las muñecas y tiró de él como si estuviese levantando un fardo para dejarlo medio colgado. Los gemelos empezaron a trabajar a marchas forzadas y él, seguía sonriendo.

No le gustaban las mordazas al uso, ni las anillas, ni los bocados, pero aquella vez partió un trozo de la vara de cerezo, la parte más gruesa y le ató a cada extremo un pañuelo de color rojo. Le abrió la boca con los dedos, sin miramiento ni cuidado, como si de un animal se tratase y fueran a sacrificar. Luego ató los extremos de ambos en la nuca. Mordió la madera dura y flexible hasta que los dientes quedaron encajados. Se colocó detrás y apartó la camisa de su espalda. Escucho el sonido metálico del cuchillo y lo sintió en la piel. Los dientes se clavaron un poco más. Luego el corte en la goma del sujetador que arrancó por delante con violencia. El frío y el roce con la tela hicieron el resto.

Tiró un poco más del cinturón, dejando que solo las puntas de los dedos acariciasen la tierra. Sintió entonces el calor descolgándose por la cara interna de los muslos. Luego la madera cortó el aire con un silbido, preámbulo del dolor. Con la punta comenzó a acariciar los pezones y luego a darles ligeros golpes, un constante ritmo que se rompía cuando la mano contraria golpeaba el pecho liberado. Esa misma mano recogía la saliva que goteaba por la madera y la llevaba hasta su coño, mezclándola con el flujo que salía con la misma libertad con la que el regato de las cunetas sorteaba los obstáculos que se encontraban a su paso. Cuando se cansó de las tetas, las lágrimas hacían brillar sus ojos de miel.

A sus espaldas compuso una melodía con el silbido de la vara y la percusión de la misma en las nalgas, que temblaron mientras se enrojecían por la furia que en ellas se dibujaba. Cuando terminó, soltó las muñecas, recogió su cuerpo y deshizo el nudo de la nuca. Le quitó el trozo de madera de la boca, empapado y con la impronta de los dientes. Se acercó a su oído, “Es el regalo más hermoso que jamás me dieron“, le dijo enseñando la marca de su dentadura. Ella entonces se soltó, y volvió de puntillas atravesando todo el jardín, como sabía le gustaba.

 

Wednesday

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