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Todo iba más despacio. Los movimientos, la respiración, la sensación de estar en el lugar equivocado y en el peor de los momentos. Todo iba más despacio. Todo menos sus pensamientos, que se mezclaban con sus emociones en una espiral atípica y marcada por una soledad que temía perder, y al mismo tiempo necesitaba compartir. Todo iba más despacio menos aquello y eso precisamente era lo que era incapaz de controlar y mientras estrujaba sus entrañas y la respiración peleaba por hacerse un hueco en un pecho atribulado, notaba su presencia.

Entonces movía la cabeza y cuando el pelo suelto tapaba su cara se sentía inocentemente segura, ocultando la mirada que se dirigía al suelo sin saber por qué. Se hacía pequeña sin motivo, pero con deseo y todo aquello le parecía incomprensible. Las minucias, las cosas de la vida sencillas, las mundanas, aquellas en las que no se fija nadie necesitaban de permiso. En su interior lo pedía a gritos, pero era el silencio de sus emociones las que retumbaban dentro de su ser. Luego negaba con la cabeza, ¡qué locura es esta que me hace ser yo sin serlo! ¡qué locura es esta que necesita algo que nunca he sentido pero que ha estado toda la vida en pugna por salir y escondiéndose de los demás porque nadie podría entenderlo! Sin embargo, alguien si lo entendía.

Era en su soledad donde más compartía, de manera inconsciente ella se descuidaba y enseñaba todo lo que siempre había reprimido. Todo de manera inconsciente. Luego los deseos, esos que van con premura, adelantaban sus movimientos y se hacían preguntas y éstas no tenían fácil respuesta. ¿Estará bien esto? ¿Por qué siento que ni siquiera los actos más íntimos son verdaderamente míos? Se acarició, pero no como le gustaría sino como ella creía que le gustaría a él. Se le revolvió el estómago y el caos volvió a adueñarse de sus emociones. Sentía que todo aquello era una locura porque necesitaba como un imperativo categórico su aprobación. La imaginaba susurrada en sus oídos y el calor de la libertad recorría su piel. Aquella era una fantasía tan real que era incapaz de escaparse de ella. No necesitaba nada más, nada de adornos, ni parafernalia, ni protocolos. Solo eran palabras, sus palabras las que necesitaba. Se sintió entonces como una niña pequeña esperando la aprobación, deseosa de mitigar la incipiente salida de las lágrimas por no saber qué hacer ni cómo actuar.

Luego, sin mucho esfuerzo descubrió de su boca ese deber, el de la espera y el beneplácito de hacer lo correcto cuando él se lo decía porque quizá, ella no sabía hacerlo de otra manera o quizá, hacía precisamente lo que en realidad deseaba. El control de su vida era algo efímero, marcada a fuego y buscando el permanente refugio de algo que mantuviera en sus manos toda su esencia. Se acarició el cuello, pero notó la presión, la misma que le hacía dejarse llevar a sabiendas de que él encontraría el lugar adecuado para dejarla, un nirvana deseado. Pero incluso ese gesto le pareció incorrecto porque ella se dio cuenta de que no era dueña del aire que respiraba y por fin sentía que su respiración pertenecía a otro. Ese era su deber y su derecho, ese era su sentido de pertenencia.

Wednesday

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