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Le gustaba como escribía, más por lo accesorio que por el contenido. Aquella mujer envuelta en una espectacular aura de seguridad, belleza adornada por los vaqueros ceñidos, los tacones vertiginosos y el pelo largo y ondulado, se convertía en una niña mientras dibujaba los pensamientos en el papel. Sacaba la lengua hacia la comisura de la  boca y se la mordía intercalando ésta con el labio inferior. Pasó de trazar letras con aire despreocupado a emborronar como los críos saliéndose de los límites marcados. Apretaba el lápiz entre los dedos evitando que se escapase si se lo hubiese propuesto. Y él sonreía observando aquella transformación, de mujer, de imagen pétrea y muslos infinitos, de bucles castaños como espirales que llevan directamente al infierno, a la ingenuidad y la inexperiencia.

Luego ella le preguntaba una y otra vez la importancia de ésta, de no tenerla, de ser absolutamente perfecta y él sólo podía volver a sonreír. Cruzaba los dedos dentro de sus bolsillos, casi como un tic cada vez que escuchaba lo inexplicable de las sentencias, de la ligereza que unos y otros tienen para determinar lo que es correcto y bueno y deseable de lo que no lo es. A él tanto lo uno como lo otro le importaban bien poco. Hacía mucho que se había salido del círculo, del tufillo ese que te obliga a seguir las pautas porque alguien piensa que son las correctas y un montón de imbéciles que piensan poco o nada les siguen. Allá ellos se decían, hay caminos para todos y nombres para cada uno de ellos.

¿Qué era la experiencia? ¿Acaso una sumisa experimentada con un dominante, era sumisa experimentada con otro completamente diferente en forma y estilo? La experiencia es un grado, pero amigo, ¿qué grado? A él la inexperiencia le parecía encantadora, por la sutileza de la entrega y las ganas y el deseo, la falta de vicios y los miedos de los que él tanto disfrutaba. Odiaba los conceptos, odiaba la vehemencia con la que uno mismo se denominaba dominante y mucho más amo. Con minúsculas, porque los cánones, para variar, le importaban una puta mierda. Sin embargo, lo que si le importaba era hacer de aquella mujer lo que ella creía que era, repasar los límites de su cuerpo y su mente, del placer y del dolor y comprobar que podía sobrepasarlos, sin sobresaltos, solo por el deseo y el aprendizaje y desde luego la entrega las ganas de complacer.

Entonces dejó de escribir y le miró. Allí se encontraba, frente a ella, a su lado, sonriendo siempre, ¡menudo hijo de puta! Con esa espalda ancha y la barba poblada sin domar. Le brillaban los ojos porque veía en ella lo que podía llegar a ser y eso, le mojó las bragas. Ella no dijo nada, pero él lo sabía todo.

 

Wednesday

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