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“Despierta, vamos, despierta”

Incluso en sueños escuchaba su voz y se mantenía alerta. Había perdido la cuenta de los días, de las semanas que llevaba sola y solo en el sueño era capaz de refugiarse, de escapar indemne de la sensación de deseo acuciante por la ausencia. Se tragaba con amargura la necesidad de volver a sentirse sumisa, divagaba en las crecientes posibilidades de entregarse a cualquiera que fuese capaz de hacerle sentir lo que anhelaba y desesperadamente necesitaba. Bebía agua, ¡qué forma más extraña de intentar ahogar deseos! Así se lo decía el en sus recuerdos, ese rollo zen ridículo de la armonía y la paz que tanta gracia le hacía, contrastaba con la violencia que él depositaba en su piel. No necesitaba agua, necesitaba sus manos poderosas arrasando su vida, de nuevo, sin descanso.

El día pasaba despacio, cada cosa le recordaba lo mismo, esa ausencia dolorosa que se le hacía eterna y se perpetuaba en los silencios. Recordaba entonces lo que le decía, “los silencios son las conexiones de la entrega” y entonces se enrabietaba aún más porque se daba cuenta cuanto odiaba aquellas ausencias de sonido, de su voz o de lo que sus gestos provocaban. Y lloraba de frustración deseando ser capaz de dejarse llevar por aquellos impulsos mortales y débiles. Recordaba entonces cuando le hablaba de la debilidad, ese virus tan humano como comprensible, esa corriente suave que te lleva río abajo en la vida de la sumisión y que sin que te des cuenta desemboca en un salto gigantesco del que será imposible retornar.

Aquellos silencios a su lado eran poesía porque ella poseía la capacidad de adornarlos con los sentidos, sin embargo, en la ausencia prolongada, los silencios se convertían en gritos ahogados y los sentidos ya no adornaban porque eran una madeja caótica de emociones incontroladas. Sentía que debía dejarse llevar al mismo tiempo que su mayor fortaleza provenía de aquella paciencia que tan bien exponía ante sus ojos. Él nunca tuvo prisa con ella, cada paso que dio fue natural y preciso, no esperó como le decía sino que la propia entrega iba iluminando el lugar donde habría que dar el siguiente paso. Le odiaba por eso, por ser tan frío y poco espontáneo y le amaba precisamente por ello. Amaba su dedicación con ella, su pasión por lo que hacía, su violencia y sus cuidados, su protección y como hería su cuerpo y su espíritu. El vacío era lo que tenía ahora, en esos momentos de reflexión y de dudas existenciales que todo ser humano tiene. Se preguntaba si ella sería parte del problema, se culpaba por o haber visto llegar aquello, pero cuando él le dio la espalda sintió que no era responsable, que cada uno tiene que lidiar con sus propios demonios. Y ella lo hacía.

Cuanta más distancia, más silencio, más ausencia, mas odio, más lágrimas y una lucha interna por comprenderse. Deseaba cuerdas, dolor, sentirse sumergida en aquellas aguas en las que solo él era capaz de manejar y el miedo paralizaba su cuerpo cuando comprendió que quizá nadie más podría acariciar su piel como en aquellas orillas, ni despellejarla como en aquellos acantilados.

Su voz volvió de nuevo, iluminando un paso más en su sumisión. En la distancia tenía ese poder sobre ella porque ella se lo había otorgado y él, sabía cómo utilizarlo. Quizá en el futuro, otras orillas y otros acantilados, otros ríos, pero con seguridad, muy poco probable que otra voz.

 

Wednesday

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