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Quizá ella no sabía lo que para él significaba el ligero movimiento de inclinación de su cuerpo echándose hacia adelante, una reverencia metódica y diaria que le satisfacía. Si, le satisfacía, pero eso en realidad era lo menos importante. Ella lo hacía con devoción, aplicada, mejorando día a día ese movimiento que ya era natural y acostumbrada al roce de su mano en la cabeza en señal de aprobación. Para él era mucho más. Cuando lo hacía lo exterior y lo interior se agitaba de manera alocada como una tormenta de verano repentina. Apreciaba el olor de la piel y el cabello limpio, la respiración pausada y constante y la figura expuesta. No era un deseo, era la vida misma, era su posesión. ¿Acaso las posesiones más hermosas no deben cuidarse y exhibirse? Así lo sentía él mientras sonreía, pero no de cualquier manera, no sin un propósito claro y limpio. Ahora que veía su espalda casi fusionada con el suelo recordaba la expresión de incredulidad de los demás cuando ella era la protagonista de todos y cada uno de los movimientos posibles mientras él, un paso por detrás, yendo contra toda la lógica de la dominación, disfrutaba de la belleza de su posesión.

Porque en el fondo, no había mayor disfrute que ver rendidas las miradas de los demás ante tal belleza y predisposición, y él lo potenciaba. Caminaba como él quería, segura, lenta, firme, casi altiva, con una mano detrás, apoyada en la parte superior de su cadera y en su muñeca, una fina pulsera enganchada a una imperceptible cadena. La única unión física en aquellos instantes de deleite personal. Ella se sentía más libre que nunca, juguetona, sabiendo que cada movimiento y cada gesto era percibido de diferente manera por ellos y por él. Y eso le agradaba y le excitaba tanto o más. Entendía, como bien le enseñó, que su entrega diaria se hacía eterna en el lecho, en el suelo entre las paredes de su reducto, pero que fuera, ella sería quien se llevase la atención y las miradas. Miradas que por otra parte, desdeñaba.

No necesitaba la aprobación de los demás, ni ellos, que fruncían el ceño ante la temeridad de él y la osadía de ella, ni la envidia de las de ellas, mezclada con la rabia y la impotencia. Sin embargo, ella sentía los ojos opacos deslizarse por su espalda desnuda mientras avanzaba y no podía evitar sonreír. Cuando hablaba, era ella la que pronunciaba las palabras, porque la libertad de sus actos era lo prioritario para él. Solo alguna vez, con un mínimo gesto, una mirada diferente, una sonrisa de aprobación, un gesto afirmativo o negativo de cabeza o un sencillo tirón de la cadena, actuaba dirigido por él. Pero era tan raro, que cuando sucedía su sexo se empapaba por el control absoluto que tenía de sus deseos.

Bebía lo justo para refrescarse, exactamente lo mismo que él, apenas comía, como él y adoraba vestirse como a él le gustaba aunque no se lo ordenase de manera explícita. Se había dado cuenta que cuando su pelo estaba moldeado como las actrices de los años 40, él sonreía más de lo acostumbrado. Que cuando se ajustaba las faldas y cimbreaba las caderas como dando a entender que era la chica asustada que Dashiell Hammett describía en sus novelas, él perdía la mirada en sus ojos de color miel. Ambos se daban lo que necesitaban y ella comprendía que estar a sus pies en aquellos momentos era algo tan maravilloso que no tenía sentido expresarlo con palabras.

Detrás de ti, le dijo él. Ella se incorporó y con las manos en la espalda agarró el cuero. Sin dejar de mirar al suelo le entregó el látigo. Una marca más que poder observar cuando camine detrás de ti, sonrió.

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