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Ni siquiera la brisa del mar era ajena a aquellos pliegues. Los pasos de separación se podían contar con los dedos de una mano y, aun así, había una descomunal distancia. Las mentes pueden parecer sincronizadas, pero siempre se encuentran ajenas unas de las otras. En aquella ocasión, cada perspectiva era diferente y, sin embargo, los pensamientos eran idénticos.

Se sentía atractiva. No lo aparentaba, tan solo hacía lo que mejor sabía hacer. Miraba e imaginaba y su cuerpo se confundía con las ensoñaciones mientras se contoneaba con sutileza. Vestida de negro era imposible no fijarse en ella, con el pecho insinuando secretos y los ojos claros empezando a pasar las hojas de su libro de la experiencia. Bebía y sonreía y esto último lo hacía especialmente bien. De lejos la sonrisa perfecta era un faro para no perderse o para encallar sin miramientos en aquellos dientes.

A cinco pasos, los dedos subían por la espalda desnuda abriéndose paso por la gasa negra que la brisa del mar ponía como obstáculo. Las yemas se clavaban en la nuca y volteaban el cuello buscando las venas, buscando esa pulsión que hacía arder cualquier hoguera. Habló con ella, no recordaba cuándo, pero sí recordaba aquella sonrisa, aquella mirada. En esa que otros veían seguridad y dureza y él veía necesidad, desesperación y deseo. Este camino en el que confluyen todas las pasiones y por el que él sabía desenvolverse lo suficientemente bien. Desde atrás, observando la nuca comprendía aquellos anhelos.

Allí, en aquel espacio abierto, deseaba poder perder el aliento, sentir la corteza de los árboles desgarrando la tela y la piel, notar los dedos marcar su carne, mezclar la saliva con la cerveza, descubrir cómo el sudor y la sal entraban en su garganta. Comprobar la humedad del verde alfombrado de aquel jardín y poder rivalizar con la que su cuerpo era capaz de ofrecer. Se sentía dispuesta para las manos adecuadas, para la lengua ágil y la polla que en una embestida fuese capaz de provocarle un nudo en el estómago.

Aun detrás, arrastraba hacia adelante el pequeño cuerpo atrapado en sus manos, manchando la tela y la piel con la resina de los árboles y el agua que sorprendentemente permanecía en la hierba. Allí, tumbada e inmóvil le arrancaba la ropa y el deseo le salía por la comisura de los labios, mezclando los efluvios del alcohol con los vapores de la violencia. Le miraba a los ojos y no veía miedo. Buscaba sus dientes blancos, los labios rosados y el pecho inflamado. Apretaba el cuello con fuerza y ella arqueaba la espalda esperando recibir las embestidas de un placer desconocido. Hincó las rodillas y separó las piernas notando el calor de la emoción. Luego mordió las ingles empapadas y le clavó las muñecas en el suelo haciendo que sus manos fueran las piquetas que sustentarían los espasmos de sus brazos.

La espalda se erizó y se dio la vuelta. Allí estaba, pasando desapercibido, pero sin esconderse. Tan a la vista que no hubiera reparado en él de no ser porque su cuerpo comenzó a estremecerse al oírle reír. Le contagió la risa y frunciendo el ceño se sorprendió de aquel pensamiento, el de verse arrastrada por el suelo y atravesada mientras era inmovilizada. No era su tipo y sin embargo le empapó las bragas. Pidieron otra cerveza.

 

Wednesday

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