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Apartado del mundo, junto al pequeño lago Drake, paseaba alrededor de la cabaña, mitigando los constantes dolores de cabeza restregándose entre los dedos restos verdes mezclados de abetos balsámicos, abedul blanco y laurel de monte. Se impregnaba las manos y luego las llevaba a la boca y la nariz inspirando fuerte y profundo una vez, conteniendo el aroma en los pulmones, saboreando con la boca el verdor fresco. Cada mañana hacía lo mismo, un ritual, caminando buscando o subiendo a los árboles, despellejándose la piel que luego se curaba con las propias plantas. El invierno llegaba a su fin y la nieve poco a poco se iba retirando dejando paso al incipiente barrizal que le dejaría inmovilizado al menos una semana. Al regresar se quedó parado frente a la casa, observando a través del cristal de la ventana como el humeante café formaba virutas que pugnaban por salir al frescor del día. Difuminada, el pelo lacio y largo disputaban al humo un baile lento donde posiblemente vencería, mezclándose con el aroma del café.

Antes de entrar se sacudió el barro y se quitó las botas que dejó a un lado de la puerta, en el interior. Se quitó el abrigo y lo colgó en una percha de aspecto rustico y destartalada. Cuando ella le miró le sonrió y se dio cuenta de que dentro había siempre mucha más luz que fuera. Desde que ella apareció, como un espectro, todo tuvo cierto sentido. No pretendía averiguar qué es lo que quería, o dónde se lo llevaría cuando fuera el momento, había pasado por tanta desesperación que aquel instante, remanso que ya duraba casi una eternidad, se había convertido en su paraíso.

El sol entraba por la ventana sin invitación, horadando el polvo del ambiente y chocando contra el fuego de la chimenea. El humo que provocaba la resina dejaba un aroma dulce y cálido. No supo entonces por qué pensó que debería cortarse el pelo o hacer que su barba fuera menos salvaje. Quizá por ella, por la belleza que encarnaba, por la perfección de su pensamiento. Tan dulce, que el amargor que él poseía se convertía en canela y natillas, en caramelo y arándanos jugosos. Ella se acercó y enredó los dedos entre la melena y la barba, intentando quedar atrapada en él. Pero no era necesario, no tenía que tocarle para que él ya estuviese perdidamente inmerso en el fondo de aquellos ojos, nadando en el vientre plano, durmiendo en los pechos que latían de vida, en la luz que irradiaban los ojos, en aquella piel de ángel.

Él, purgando la negrura, el odio y el desprecio quiso hacerle un regalo. Le quitó la ropa con suavidad, la dobló, perfumada y limpia, sintiendo que ella solo sudaba cuando el gruñía. Apartó el pelo, dividiéndolo en dos y llevándolo hasta el torso, ocultando los pezones, hirientes puntas de lanza del deseo. Después, con una brizna de leña, tiznada de negro y ceniza, dibujó un contorno en su espalda. Después besó su nuca y se perdió allí unos instantes, unos hermosos segundos donde olió almizcle, lavanda y enebro. Luego sacó el cuchillo y cortó, pequeño, profundo, perfecto. Ella aguantó el dolor, estoica, mujer, mordiéndose el labio y saboreando la sangre que limpió con el dorso de la mano y luego se lo ofreció. Hermosa y complaciente. La suavidad de la piel se mezclaba con las punzadas primero y la composición después a lo largo de sus omóplatos, donde la sangre creaba un reguero que empapaba el suelo. Luego, las cuerdas finas, trenzadas en horizontal y en vertical, dando consistencia a la obra, sosteniendo el peso entre ellas y las puntas clavadas en la espalda.

Se echó hacia atrás, observando el brillo absoluto de su obra, arrodillada frente a él, dándole la espalda, las alas que elevarían el cuerpo, su ángel y él, el cuervo protector.

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Wednesday

 

 

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