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Pocas cosas más placenteras que el sonido de la puerta cerrarse detrás de ella. Pocas cosas. Entró en la habitación y se paró frente al espejo. Se miró, quizá como él a veces miraba cuando se colocaba detrás y pegaba su cuerpo al suyo, cuando deslizaba las manos alrededor de su cuello y apretaba, apretaba fuerte, sin pausa, casi hasta el desfallecimiento y ella contemplaba como la vida iba escapándose del brillo de sus ojos. Volvió al instante real y se descalzó, se bajó de los tacones. Súbete, bájate le susurraba en una orden intensa y ella obedecía. Ese pensamiento le hizo sonreír. Se desnudó despacio y se puso un pantalón corto de algodón, ceñido y una camiseta grande con ese aroma que le enloquecía. Eran sus camisetas, su fetiche. El olor y el tacto eran suficientes para que se excitase.

Se sirvió una copa de vino y caminó despacio hasta el salón. Encendió alguna luz, ténue y se sentó sobre la alfombra, apoyando la espalda contra el sofá. Aún no había terminado el vino cuando el tintineo de las llaves anunció su presencia. Con lentitud cambió su postura y se arrodilló sentándose sobre sus tobillos y las palmas de las manos sobre sus muslos. Aprendió hace mucho a disfrutar esos silencios, silencios que una vez fueron incómodos y ahora son un refugio. Cuando acarició su cabeza con ternura ella sonrió, mi señor, dijo con tono alegre. ¿Qué tal el día?

Se sentó a su izquierda, su olor lo invadió todo y le miró. No había desafío, aprendió también a pedir con la mirada. Él sonrió de manera devastadora y extendió el brazo atrayendo la cabeza a su regazo. Acariciaba su cabello como si lo peinase con paciencia. Eso le hizo recordar como lo cuidaba con mimo aunque luego fuese fuente de tormentos cuando tiraba de ellos anudados a sus muñecas. Ambos se contaron su día, nada importante, era un acto cotidiano que a ella le permitía sumergirse en su deseo y su condición también aprendió con sangre y dolor que los castigos duelen diferente. Que la consciencia del fallo perdura en la memoria mucho más que el dolor intenso de la piel. Cuando eso sucedía, él se sumía en una oscura profundidad, asolado por sus errores. Aprendió a no ser soberbia, a alejar los deseos superfluos, a que el fin no justifica los medios. Aprendió cuando jugar y porqué, aprendió que los silencios además de placenteros pueden ser destructores y dolorosos.

Pero aprendió también, por fin que sus dudas se fueron disipando, que lo que antes fue bruma ahora era un horizonte despejado. Entonces él se levantó, y salió del salón. Cuando regresó, en la mano llevan una correa de cuero, así le gustaba, detestaba las cadenas, pero el cuero, flexible, aromático, le apasionaba. La dejó sobre una silla, con un gesto le ordenó que se levantara. Hoy, no necesitas esto, dijo señalando la correa. Agarró una de sus muñecas y tiró de ella hasta la cocina. La luz se encendió.

Miró y vio un cuenco, de madera tallada, hermoso y sencillo. Estaba lleno de leche. Él se sentó en una pequeña banqueta y sonriendo le dijo: ya puedes cenar. Un acto sencillo, una orden corta que se convirtió en belleza sublime cuando de rodillas comenzó a lamer y él, acarició su nuca.

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