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Apartado del mundo, junto al pequeño lago Drake, le veía cada día recorrer la vereda mientras se paraba a recoger pequeñas ramas o subirse a los árboles entre lágrimas para luego restregárselas y llevárselas a la cara. Respiraba profundamente, un extraño ritual que a ella de extraño le parecía poco por cómo le conocía. Después, antes de llegar al claro, se enjugaba las lágrimas y respiraba hondo y despacio. Se paraba, cada día, y se arrodillaba acariciando el áspero granito, soportando en silencio el llanto y consumiéndose lentamente. Estaba descuidado, aún esperando que ella le tocase la cabeza y le dijese que tenía que cortarse el pelo y recortarse la barba, mordiéndose los dientes entre la desesperación, la rabia y la impotencia. Él supo siempre que ella le cuidaría y se entregaría en cuerpo y alma. Y así fue, hasta que ella no pudo más y durante unos días se sintió perdido. Ella seguía reconfortándole, añadiendo la esperanza y la valentía donde se supone tendría que estar él. Incluso en los peores momentos, los más dolorosos, ella seguía los rituales, paciente y entregada y a él esa perfección le sobrepasaba.

Ahora que regresaba, veía el café humeante que había puesto al fuego antes de salir, imaginando como cada día lo servía y disfrutaban de una amena charla, aparentemente sin sentido pero que siempre tenía una extraña y bonita conclusión. Se sacudió las botas y las dejó a la derecha de la entrada. Intentó sonreír pero se quedó en el intento pensando que se quedaría aislado al menos una semana y no podría realizar el ritual de cada mañana. Bebió el café, pensando que ella lo hacía infinitamente mejor. Notó la luz más intensa, como antes, como siempre y el calor inundó su pecho. Cogió la ropa y la olió, perfecta mezcla de almizcle, lavanda y enebro y recordó la dulzura del caramelo y las natillas, la canela y los arándanos jugosos. Se arrodilló, como había hecho los últimos meses, prohibiéndole que lo hiciese para él. La debilidad de ella se tornó en fortaleza en él, descubriendo que nunca fue poderoso. Arrodillado, limpiaba su cuerpo, incapaz de moverse, acariciaba y peinaba el cabello lacio y largo que se mezclaba con el aroma de la resina de la madera crepitando en la chimenea. Tapaba con él los pezones, que incluso en aquellos momentos mostraban el deseo y las ganas.

Leía para ella los libros que le apasionaban y ella con un esfuerzo descomunal enjugaba las lágrimas que se acumulaban en la barba para después lamerlas. Ella lloraba por dentro, quizá porque en aquellos instantes se dio cuenta verdaderamente de su buena elección. Otras veces, acurrucada en sus brazos, desnuda, sentía como él dibujaba historias hermosas donde se perseguían y se mordían hasta devorarse para luego, por sorpresa, abrir las alas y salir volando descubriendo el hermoso valle en el que descansaban. Le daba de comer y la mecía hasta que se dormían y despertaban juntos cuando el dolor a ella le hacía gemir.

Se despertó una de las veces al sentir la mano acariciar la mejilla, enredándose entre la barba desarreglada. Ella sonreía y en voz baja le dijo: Mi Amo, gracias por darme las alas. Después, el mundo se paró. El claro era su lugar favorito, uno que no había visitado en los últimos meses, imposible por las nevadas. Allí la llevó y abrió un agujero tan grande que podrían entrar los dos. Junto a una gran piedra de granito, donde podría posarse cuando lo deseara, descansó.

Ahora le observaba solo, rodeado de cuerdas, de su cuchillo, pensativo y lúgubre. Entonces el sol entró y lo iluminó todo, peleando contra el fuego y unos dedos se enroscaron en su barba y su pelo. Mi Amo, escuchó.

 

Wednesday

 

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