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El centro de todo, alejado de lo más perverso, allí, anclado en la inmensidad de sus pensamientos, goteaba como la fuente de agua fresca a la que acudía siempre sediento. No aparentaba ser un oasis perfecto, desde lejos pasaba desapercibido ante la cegadora luz del entorno. Solo cuando se acercaba observaba el contorno perfecto de aquella diminuta figura, el embriagador aroma de su sexo que deambulaba como un fantasma hasta su cuello y le hacía relamer los dientes. El viento mecía el cabello como las ramas de una palmera, ligera pero firmemente arraigada en aquella tierra. Los labios frugales, carne dulce y llena de jugo y unos ojos, los pozos de agua en los que el viajero perdido se sumergía para darse cuenta demasiado tarde de que era incapaz de escapar, ahogado en la sal de las lágrimas. Cuando llegó, las rodillas desolladas y las manos temblorosas, la boca seca ante lo minúsculo del miedo, notaba como aquel oasis no era más que un laberinto de sensaciones como nunca había sentido. Miró hacia atrás y cogió fuerza, la poca que le quedaba y recordaba para adentrarse en las cristalinas cuencas y el cañón que formaban sus pechos. Con el último aliento, el de la desesperación y el poder que le otorgaba la paciencia y la experiencia, se descolgó. Saltó sin miedo con el cuchillo en la mano, deslizándose por la arena ardiente y la hoja rasgando los finos granos de la piel morena. Sin embargo el oasis ni se inmutaba, alejaba su elixir y cuanta más furia, mas gritos, más seco se volvía.

La luz desaparecía y el calor se tornaba en frescor y éste, en frío gélido, el mismo de la ausencia y la distancia, el mismo del rechazo. Sacó el acero limpio y lo dejó sobre su abdomen, exhausto, con los brazos en cruz, observando la inmensidad de todo lo que conocía. Pero aquel reducto tan pequeño, inviolable e inexpugnable se había convertido en su todo. Era irónico, como el poder no sirve para nada cuando no afecta a quien te ignora. Sonrió, no le quedaba otra, un aprendizaje nuevo, una muesca que otro se pondría, pensó. Cerró los ojos y dejó que el aroma le envolviese, que el sedoso cabello acariciase su rostro, que los labios, carne dulce acariciasen los suyos.

Cuando abrió los ojos, aquel oasis estaba casi perdido en el horizonte, en el centro de todo, allí, anclado en la inmensidad de sus pensamientos. Quizá en otra ocasión, se dijo mientras recogía sus cuerdas aún teñidas de sangre que otro oasis empapó.

 

Wednesday

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