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Si algo me puede es la impaciencia.

Llegó con prisas, ansiosa, avasallando y escupiendo por esa linda boca sus deseos de sentirse como una perra, de que amarrase sus muñecas y que destrozase su cuerpo hasta que ya no pudiese más. Entró a tropel, imparable, arrancándose la ropa, poseída por no sé que estúpido espíritu de la gilipollez del bdsm. Y todo esto sin mirarme a los ojos. Yo, en cambio, seguía a lo mio, preparándome un café cargado porque a esas horas era eso, o un tequila.

No dejaba de hablar, ni de gesticular, ni de exigir. A cambio, yo fruncía el ceño, contrariado, expectante y algo despistado porque no sabía que le habría sucedido. Quizá algún problema en el trabajo, o con su pareja, o con su perro, ve tú a saber. Pero estaba empezando a tocarme los cojones. Miré el reloj, habían pasado casi diez minutos desde que entró con su soliloquio ridículo y de reojo, vi su cuerpo desnudo, esperando con altanería a que le hiciese caso. Mucho tiempo había aguantado.

Me serví el café, casi triple, hasta el borde, rebosante. Soplé un poco y vi como el humo se escabullía formando una figura absurda que se interponía entre mi mirada y su cuerpo desnudo. Sonreí. Es de esas cosas que me pasan cuando se me ocurren ciertas historietas. Dejé el café en la mesa y me acerqué despacio mientras ella seguía con su blablabla. No lo vio. Yo tampoco casi. La bofetada hizo que se sentase sobre la cama. Acaricié después su mejilla marcada sonriendo. Calla. Llora. Con el dedo índice hice que se levantase. Me gusta tenerla de pie, frente a mi, altiva como es. Me demuestra lo dominante que puedo llegar a ser. Bajó la mirada, había comprendido. Se mordió el labio, en un intento de que fuese condescendiente. Quizá lo hizo a propósito porque consigue el efecto contrario.

A los quince minutos estaba atada, tic tac, bien atada y bien amordazada, tic tac. Dieciséis minutos. El café seguía humeante. Quizá me había echado demasiado y quizá ella lo necesitase. Fui a por la taza. Volví junto a ella y gritó. Las gotas derramadas en sus pezones fueron más que suficiente para que se pusiese de puntillas y arquease la espalda. Se mordió tanto los labios que se hizo sangre. Veinte minutos, tic tac. Casi sin tocar su piel noté como su corrida se escurría por el interior de sus muslos.

Buenos días, le dije al sentarme a la mesa. Estupendo desayuno, tic tac.

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