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Era la única de ojos verdes. Quizá eso no fuera relevante, pero a ella, capaz de fijarse en los mínimos detalles, le llamó la atención. Aquella noche, ajena al estruendo del frente lejano aún de la gran urbe, golpeó la puerta con las manos enguantadas en encaje y seda negra. El sombrero no estaba fuera de lugar y le permitía mantener parte del rostro oculto. Cuando la puerta se abrió, la humareda le golpeó la cara con fiereza. Frente a ella un hombre enjuto y de rasgos poco agraciados le invitó a entrar. Se levantó ligeramente el vestido y entró. Aquello no fue una insinuación y los presentes lo notaron. Vestida de negro con un corte clásico de Vionnet, la seda caía hacia su derecha mientras ella levantaba el lado contrario dejando ver los tobillos a conciencia. Los zapatos a juego y con tira negra sobre el empeine realzaban su figura mientras se sentía escrutada de abajo a arriba. Con un ademán cortes, fue dirigida a otra habitación junto con otras dos mujeres que se sorprendieron al comprobar que no llevaba corsé alguno. Sin él se sentía algo más desnuda pero también más libre y eso es lo que él siempre le decía. Sonrió al recordarle.

Esperaron un tiempo en el que intercambiaron sonrisas nerviosas, aunque ella no lo estuviera. Quizá le hubiese gustado fumar un cigarrillo, pero en aquellas circunstancias probablemente no hubiera sido lo adecuado. Fue entonces cuando el sonido de la puerta y el crujir del suelo ante las pisadas le volvió a la realidad. Un hombre alto y aparentemente agraciado la señaló y después se fue por la misma puerta. El hombre enjuto que antes abrió a puerta de la calle agarró una de sus muñecas y tiró de ella hacia otra habitación oscura y que olía a jazmín. Tras de sí, la puerta se cerró con estruendo. Sintió frío y excitación por el silencio y la oscuridad. Luego, una mano apretó su cuello y se quedó sin respiración. Notaba como olían su piel en la oscuridad, el aliento a menta que se enredaba en su pelo recogido y después el siseo de la tela rasgarse. Primero fue un empujón y a trompicones creyó ser llevada hasta la cama, pero se topó con una pared de madera y el sonido metálico de unas cadenas. Le dieron la vuelta y ella no se resistió. A esas alturas su coño estaba empapado y sus pezones podrían haber atravesado la seda. Sintió como le levantaban los brazos en cruz y le colocaban los grilletes. Los apretaron tan fuerte que el quejido le hizo apretar los dientes intentando evitar el grito posterior.

La luz de un par de velas encendidas recientemente le dejaron ver la situación real. Le arrancaron la ropa y solo le dejaron los guantes y los zapatos. Frente a ella un hombre ataviado con un traje gris oscuro, el pelo peinado hacia atrás y fumando un cigarro. Detrás, una decena de hombres sentados observando cada centímetro de su piel. La bofetada fue inclemente y le sacudió toda la cara saboreando la sangre. Después, le arrancó el vestido de una sola vez dejándola desnuda y enseñando la excitación de su entrepierna. Algunos hombres rieron. Otros se tocaron.

El látigo siseó en el aire y cortó las sombras que las velas dibujaban en las paredes para terminar restallando en la piel. Al tercer latigazo perdió la sensibilidad en los pezones que ardían y escocían por el sudor y la sangre. Los aprisionaron con pinzas y pesos y gimió de dolor mientras el hombre que antes abrió la puerta golpeba su coño con la mano abierta dejando salpicaduras de flujo en sus zapatos. Cerraba los ojos intentando abstraerse de aquello, pero con cada golpe se daba cuenta de que era imposible. Luego le dieron la vuelta y comenzaron de nuevo. Mientras uno lanzaba latigazos, el otro hurgaba en su culo con los dedos nerviosos.

Cuando la soltaron, las lágrimas de dolor se habían agotado. Pusieron su cuerpo sobre una mesa y la ataron de pies y manos, le vendaron los ojos y notó como aquellos hombres que estaban sentados se acercaban. Después fue follada y sodomizada por cada uno de ellos mientras ella no dejaba de apretar su puño enguantado. El placer fue tan brutal y abrumador que cuando la dejaron por fin sola y con los ojos destapados volvió a pensar en él, en su trinchera, en su mano apretando el cuello ahora amoratado y el alambre desollando su cuerpo. Entonces se corrió y de su mano inerte cayó la carta arrugada que había apretado durante toda la noche.

Wednesday

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