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Es difícil controlar que algo no se te vaya de las manos cuando todo lo que sucede a tu alrededor invita a ello. Su cuerpo se deslizaba por el aire, balanceado por la cuerda y después de casi veinte minutos inmovilizada y con un hitachi pegado a su coño, seguíamos adelante. Los gemidos se habían transformado en gritos hacía mucho y el movimiento de su cuerpo provenía de los temblores y espasmos de los orgasmos propiciados por las vibraciones del aparato. La mordaza le impedía hablar aunque entendía perfectamente lo que pedía. Seguir.

Aún así, le arranqué la mordaza para averiguar si necesitaba usar la palabra de seguridad. Solo quería más, más, más. El placer era tan doloroso que el suelo empezaba a encharcarse mientras las convulsiones de su cuerpo mantenían en vilo la danza de la cuerda. De vez en cuando le golpeaba con una fina vara las plantas de los pies para contrarrestar el movimiento uniforme de sus orgasmos. De ahí pasaba a sus tetas o a su espalda o a su culo, qué más daba. El frenesí era tal que ni ella ni yo eramos capaces de detenerlo. Tampoco queríamos.

La música sonaba, atronadora ya. Atrás habían quedado las suaves melodías que nos gustaba escuchar mientras ataba su cuerpo con firmeza y seguridad, al tiempo que le explicaba como lo iba haciendo. Cuando elevé su cuerpo a un metro y medio de altura, la tormenta descargó con furia sobre su piel. Ese estado casi febril era tan excitante como emocionante todo el proceso del bondage. El placer se convirtió en dolor y el dolor en placer. Las lágrimas en gratitud y su saliva regaba ya los campos agrestes de mi piel. Lo quería todo de ella y ella me daba aún más de lo que quería.

Le arranqué el hitachi con fiereza y sintió un vacío que le hizo descansar. Su cuerpo se relajó en mitad de la anarquía. Entonces comenzó el orden, se acabó el caos y fueron mis dedos, mis manos, mis brazos, mi cuerpo y mi sexo las que dieron sentido a su universo.

En mitad de la anarquía.

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