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Tenía la esperanza de que él no se diese cuenta. Seguramente lo sabía pero no se molestaba en hacerlo visible. Ella se apoyaba en el dintel que comunicaba el pasillo con la sala de lectura. No entendía por qué no lo llamaba biblioteca pero él en seguida gruñía diciendo que aquello no podía considerarse como tal, y entonces hacía un gesto con la mano para dejar zanjada la conversación. Era su sala de lectura, o la de ella cuando le leía por placer mientras  se acurrucaba en los sueños. Ahora, parada ahí le observaba, vigilando y disfrutando la silueta sombría que recortaba el ventanal enorme. Le gustaba leer de día. Él decía que era porque la luz diurna le permitía saborear las letras, pero ella tenía la certeza de que estaba perdiendo visión y la tenue luz de las velas o de las lámparas le impedía ver correctamente.

Podría estar horas mirándole, memorizando su pelo, sus arrugas, sus gestos. Sabía por su respiración cuando estaba cansado o triste, por la forma de fruncir el ceño si estaba sorprendido o disgustado, por cómo se acariciaba la barba si los pensamientos que se construían en su mente terminarían dando castillos o bodegas, puentes o presas. Pero cada día descubría un ligero matiz nuevo. Acariciaba los libros de manera diferente, como si fueran amantes con cualidades opuestas o similitudes aparentes. Antes de abrirlos los tocaba y observaba con devoción. A veces los pinchazos de los celos eran más certeros en el dolor que las agujas que utilizaba para perforar sus pezones. Luego descubría que muchas de las veces que él acariciaba su piel, ella no podía ver. Deseaba en esos momentos ser el libro que sujetaban sus manos. Luego él cerraba los ojos, deslizando los dedos por el lomo de la cubierta para cerrar la palma sobre ella y descargar el peso del volumen en su mano. Después lo abría y respiraba profundamente sin acercarlo a la cara, desde la distancia de la lectura.

Cerró el libro de golpe y ella se sobresaltó. ¡Qué error haberse perfumado! El aroma había delatado su presencia. No hizo falta palabras o gestos. Se acercó despacio y se arrodillo ante él, clavando la mirada en los pies descalzos. Entonces él acarició su cabello como antes había hecho con el lomo del libro, agarrando después la nuca que presionó lo suficientemente fuerte como para que ella levantase la mirada y expresando en su cara un incipiente y pequeño dolor.

Muchos hemos sido solo cubiertas de historias vacías durante mucho tiempo, le dijo. Casi todos estamos vacíos, alguna pequeña historia aquí o allá, pero nada más resaltable que eso. Luego hay personas que podrían llenar estanterías enteras con sus historias pero son incapaces de hacerlo. A mí me gusta escribir capítulos, a veces inconexos unos con otros sorprendiéndome después que confluyen a la perfección. Quizá no inmediatamente después, pero si en algún momento de la vida. ¿Y tú? ¿Tienes alguna historia que escribir para darle cuerpo a esta hermosa encuadernación que tengo en mis manos? ¿O simplemente observas porque prefieres que otros escriban tu historia por ti?

No sabía que contestar, quizá porque tampoco había entendido el sentido de sus palabras, sin embargo las palabras brotaron de su boca como el manantial cristalino de una alta montaña. Quiero escribir mi historia, yo misma, con mis manos y mis actos. Él sonrió un poco y apretó más fuerte la nuca. Pero deseo que tú seas mi pluma. Soltó el cuello y ella volvió a bajar la mirada de nuevo hacia sus pies descalzos. Deseo, repitió él. Qué sutil matiz el de utilizar el deseo al querer. Y en esos matices están las historias y por eso, esta historia es nuestra. Se recostó en el sillón y le entregó el libro que ella recogió y comenzó a leer desde la marca que unía el párrafo con la encuadernación. Ya no se sentiría solo un envoltorio o un mero recipiente, por fin tenía sentido su contenido y el vacío que a veces encontraba en él.

 

Wednesday

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