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Pura exigencia. En eso se había convertido la vida, cada relación, cada suspiro. Sea para lo que fuese, la gente había dejado de estar preparada para la vida, al menos para vivir su vida. Cuando ella se fue, lo que más le costaba era respirar, posiblemente porque se había acostumbrado demasiado a ella, al arraigo, a la necesidad de sentir lo mismo una y otra vez. Pero eran todo quizás. Igual estaba equivocado. Seguramente.

El hecho es que durante el intervalo de tiempo que pasó desde su partida hasta esta bocanada de aire frío, había podido observar desde una perspectiva algo diferente el comportamiento de aquellos que tenía alrededor y también de aquellos que se acercaban a él. Enséñame, dame, hazme, dime, sostenme, aclárame. Puede ser que fuese lo único que quería escuchar, pero jamás encontró a nadie que le dijese, toma, ven o vamos. Entonces daba un paso atrás para poder ver la obra en toda su complejidad y se daba cuenta de que, tras las sonrisas y los gestos amables, tras el acercamiento cauteloso o violento, se escondía la verdadera realidad.

La soledad de no saber qué hacer ni que decir, la soledad de no saber tener y no saber entregar, de usar y tirar todo lo que llegaba a nuestras manos. Sintió nauseas. Se veía a sí mismo como algo artificial, construido a imagen de quien le sentía o creía sentirle y él observaba, inmóvil y en silencio, con la mirada perdida como ellas se arrastraban entre el fango de las opiniones y ellos se zambullían en las aguas estancadas de los deseos. Sobre ellos revoloteaban los pájaros de la verdad, iluminados por un sol ardiente que proyectaba sombras sobre la ciénaga mortecina.

Cada uno pintaba la vida como le venía en gana, como si fuera el viernes y preámbulo de un fin de semana de emociones vitales, acicalándose en los estereotipos. En definitiva, embadurnándose de mierda para que otro limpiase el desaguisado. Pero ¿qué podría enseñar él? No tenía ningún misterio, solo su propia vida, los pasos que le habían conducido hasta allí, la perdida y la desgracia, la euforia y la felicidad plena que por instantes le habían mantenido en la cima de la vida. Y eso era su vida, un paso tras otro, una vivencia maldita contra otra gozosa. ¿Qué podría enseñar él que la propia vivencia no pudiese hacer?

Nadaba en el mar de las dudas de los demás, como si con las suyas no tuviera suficiente. Entonces negaba. Negaba la enseñanza y la experiencia porque él no podía vivir la vida de los demás cuando estos no querían vivir la suya propia y pretendían hacerlo a través de sus ojos, de sus manos y de su dolor. No era necesario, había muchos otros y muchas otras dispuestos a hacerlo por él y sintió alivio. Aun así, la náusea volvió para saludarle.

Enséñame, le pidió ella en voz baja mientras agarraba la hebilla de su cinturón. Pero el sonido se interrumpió en la garganta.

 

Wednesday

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