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Aunque a veces las dudas le incitaban a pensar que su comportamiento no era el adecuado, en el fondo sabía que era una sumisa excepcional. Sin embargo, cada cierto tiempo, el estrés, la vida en sí misma le jugaba malas pasadas. Sentía como era incapaz de llevar todo como desde hacía años había aprendido y se le escapaban esos tempos que él, tan solo con su presencia, era capaz de mantener. Aguantaba muchos envites externos, propios de alguien que necesita ocultar su condición. Deseaba poder rasgarse las vestiduras que ocultaban sus emociones y poder sonreír a los ojos de cualquiera para que viesen el orgullo que sentía al pertenecer a alguien, a disfrutar del aire que debía ser tan cálido cuando un simple sí, soy sumisa, recorriese su cara de satisfacción. Pero sabía que no podía hacerlo. Ese conflicto de sentirse tan suya, tan entregada y sin dudas y al mismo tiempo tan oculto, le desquiciaba. Unas veces más que otras.

Pero ella sabía cual era su posición, tan solo necesitaba las palabras exactas que le llevasen a ese nirvana de plenitud. Sin embargo cada día tardaban más en llegar y eso, que no entendía tampoco, era lo que peor llevaba. Echaba de menos como él sabía manejar todo, que palabras decir, que tono utilizar, que silencios imponer, mientras que ella, se maldecía por creer que era como esas moléculas calentadas que se mueven caóticamente chocando una y otra vez contra los mismos argumentos de indisciplina. Respiraba profundamente, cerraba los ojos y tan solo añoraba que sus dedos agitasen su piel, que sus dientes le dieran su merecido, que el dolor impusiese la cordura. Fue entonces cuando sintió su aroma venir por detrás. Cerró los ojos, fuerte, esperando la violencia provocada por su comportamiento errático.

Y como siempre, la sorpresa inesperada. Sintió como los brazos, largos y protectores rodeaban su pecho, el aliento cálido apartaba su pelo de la cara y las manos, las manos escalaban por sus pechos estremeciendo todo su cuerpo. Cuando los dedos hicieron su captura, el cuello prisionero fue moldeado a su antojo. Déjate ir, sírvete de tu reposo. Y ella se dejaba ir con esa felicidad que solo aparece cuando sabes que al final el dolor de la huida será más intenso que el propio sentir. Aún así, abría los brazos de su mente y se zambullía en ese oasis de sensaciones que él le transmitía. Supuso que todo aquello era parecido a cuando Annie Edson Taylor, se dejó llevar por el torrente del río Niagara antes de precipitarse en esa caída brutal. Así era con él. Si cerraba los ojos sentía cada una de sus terminaciones nerviosas esperando su contacto, el dolor que le producía, el placer que le atravesaba, el olor a sexo, su flujo, el sudor, el semen, los gruñidos y los gritos. Todo ello decoraba su mente mientras caía y caía y caía.

Acababa como empezaba, con sus brazos rodeando su pecho, y su aliento cálido apartando el pelo de su cara. Nunca me ocultes tus pesares, no podré ayudarte si lo haces, solo así te sentirás libre de ese peso. Yo te cuido, te devoro, te mastico y te construyo. Si me apartas de eso, me apartas de todo. Sonrió. Y ahora, termina lo que has empezado. Se arrodilló y ató los cordones de sus botas, como un ritual embriagador.

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