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Las horas se disipaban entre el fulgor de sus miradas. Para él, sorprendido siempre de que pudiese sumergirse en aquellos ojos brillantes, tanto que le cegaban el corazón. Con la mirada recortaba la curiosa forma que hacían de su cara un paraje en el que perderse y encontrarse siempre en su entrepierna. La lejanía a veces se hacía insoportable pero tan solo con cerrar los suyos, se reponía al instante. Desde el principio supo que ella no podría ser sometida porque no era sumisa. Fueron esos mismo ojos quienes se lo dijeron cuando los abordó desde la cubierta de los suyos. Aún así, ella fue receptiva, probablemente para contentarle sin saber en donde se estaba metiendo en realidad. Ese simple gesto le abrió una cantidad enorme de posibilidades y descubrimientos que igual sin él no habría visto. Sin duda, ella era más de lo que esperaba y mucho más de lo que deseaba.

Incluso siendo así, había sometido su cuerpo y su mente, había rebuscado en su más profundo sentimiento para intentar averiguar si realmente ella rendiría sus armas y se daría cuenta de que en realidad el podría convertirse en su dios. Todo eso, toda duda se disipó cuando ella, en un alarde de sensatez le dijo de la manera más poderosa y cálida posible que no hacía falta que ella se entregase como él deseaba, porque ya era para él lo que quería aunque no se hubiese dado cuenta. Eres mi señor y mi dueño, nadie más podrá serlo y nadie más querré que lo sea. Esta afirmación tan brutal, trastocó todo sus planteamientos hacia ella.

Porque a fin de cuentas como dominante creía que su control de todas las cosas, incluidos los sentimientos estaban en su mano. Nunca pensó que ella, con su calma y sosiego, con su voz suave, sus ojos hermosos y sus curvas imposibles pudiese darle una lección de humildad tan grande. ¿Y ahora qué? se preguntó. Por unos instantes se sintió turbado y perdido pero sus ojos, aplastantes en su humildad y sencillez comenzaron a construir un entorno perfecto donde el se sintió el dominante más poderoso del mundo. Ella le tendió sus manos, le entregó su cuerpo y su vida sabiendo que nunca le haría daño y en ese momento, al rozar su piel, sintió como el látigo de la cordura se instaló en su mente.

Tiró de la cuerda para elevar su cuerpo turgente. Separó sus piernas y las elevó un poco más. Compuso una obra de arte suspendida en el espacio y el tiempo y contempló de nuevo su sonrisa. Se sorprendió cuando el que lloraba era él. Y le llenó de felicidad y esas lagrimas rodaron hasta regar el coño que ella ya le había entregado. El caos dejó de serlo y se convirtió en orden. Porque desde ese día, cada palabra se convirtió en eso. Orden.

 

Wednesday

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