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Pínta en tu rostro, deja que los ojos se zambullan en mi cabello lacio, le decía. Pero él, ausente, se desmarcaba por esa tendencia impropia que algunos dominantes tenemos cuando dejamos de escuchar aquello que nos reclaman. A veces ella lo tomaba con sentido del humor, otras se enrabietaba y se mordía la lengua porque conocía las intenciones. Pero casi sin darnos cuenta, nuestras intenciones se van a otros lugares, a otras sumisas, esas que rondan, que se enseñan, que se hacen apetecibles y dejamos de prestar atención a lo que es nuestro. En ocasiones sucumbimos, erramos y perdemos toda la capacidad de sometimiento, al menos de ese sometimiento puro. Es entonces cuando las miradas de perdón se nos escurren de las manos, como cuando estiramos las manos ahuecadas esperando llenarlas del agua fina de una lluvia persistente y nos damos cuenta de que no somos capaces de retenerla. Las manos empapadas pero vacías. En eso nos convertimos, algunos por unos instantes, otros por un largo periodo de tiempo. Pero más allá del sentimiento que podamos profesar, queda en lo que nos convertimos, en nuestra falta, esa losa que nos persigue incansable.

Y es aquí cuando las palabras dejan de tener el sentido más íntimo, cuando solo son palabras que se pierden en el aire, dispersas, sin eco ni fuerza. La lucha constante de la coherencia con la vivencia, algo que casi nadie es capaz de llevar a cabo. Mientras ella, reunía fuerzas para llamar su atención, algo que antes no era necesario, él se perdía entre las luces y los colores de lo que se expone, de olores nuevos, de sabores picantes y sonrisas casi siempre falsas, obnubilado por la novedad, pero ella, infinitamente más firme y constante, a sabiendas de lo que es y será siempre tan solo se postró, como había hecho cientos de veces antes y alzó la mirada como pocas veces había hecho y volvió a entregar sus manos, buscando la aceptación que siempre había tenido o que le liberase de una cadena que no podría soportar mucho más. El temblor que una sumisa puede producir a su dominante con un simple gesto puede aturdir, pero nunca confundir.

Las luces se apagaron y los sabores dejaron de ser frescos porque las pieles desconocidas merecen tener el tiempo y la dedicación para ser comprendidas. Tiempo y dedicación que solo tenía para ella descubrió de nuevo, y como si hubiese salido de un estado de hipnosis ridículo, observó aquellas manos dulces que una y otra vez le mantenían anclado al firme suelo de la realidad demostrando una y otra vez que si era dominante es porque ella, con su sumisión lo hacía posible. Siempre enredada en filigranas, siempre.

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