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No hacía frío pero temblaba igualmente. El tiempo se había vestido con el mejor traje de parsimonia y se veía eterno. No era una queja, se decía, pero esa ausencia de control le ponía nerviosa. Pero hoy era un día extraño, uno de esos en los que cualquier decisión que se toma, es una decisión errónea. Lo curioso es que no le impacientaba saber si estaba enfadado, triste, apesadumbrado o simplemente distraído, le ponía nerviosa como le miraba, fijamente desde la sombra, mientras ella no podía esconderse.

Eran esos momentos en los que los ojos desnudaban sus entrañas y se abría paso arrancando la piel de las marcas para zambullirse en las vísceras de sus sentimientos. Completamente desnuda y perdida, tembló de nuevo. En la esquina, sus dedos tamborileaban sobre el cuero, la cara uniforme y el rictus perdido en a saber que perverso pensamiento. Y eso le generaba una excitación mayor.

Ella seguía inmóvil, erguida y firme, cerrando un poco los ojos podía poder captar algo del brillo de los de él, como cuando miras al cielo nocturno y percibes el titilar de una lejana estrella rojiza. De vez en cuando, algo brillaba, chispas de imaginación que le hacían cerrar los labios con fuerza y los músculos de las mandíbulas se tensaban, mordiendo la presa imaginaria que tenía en frente. Pero ella aguardaba, como sabía, como debía. Cuando él se levantó recordó lo grande que era, los hombros anchos, los brazos largos, capaces de llegar a cualquier lugar y sobre todo llevarla a los rincones más oscuros de su imaginación. Era grande se decía una y otra vez, y grácil, moviéndose despacio porque dominaba el tiempo, su tiempo. Vio sus manos, en un fulgor negro y espeso y su cuello fue apresado en un movimiento felino y salvaje.

Era su gato negro, violento y sucio, y entonces, clavó sus dedos en la posesión, en el ovillo de lana en el que la había convertido.

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