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Le seguían temblando las piernas. Cada mañana, sin previo aviso, cada noche, paseando, en el coche o en el tren. Antes de irse iba a verle estuviera dónde estuviera en la casa. Él se daba la vuelta y le bajaba la falda, se quedaba mirando sus bragas, que empezaban a mojarse poco a poco, y después se las bajaba. Ella subida a los tacones levantaba una pierna ligeramente. Luego hacía lo mismo con la otra. La braga se arrugaba dentro del puño y se la metía en el bolso sin mucho cuidado Durante mucho tiempo pasó vergüenza cuando la miraba desnuda o sin venir a cuento, pero ahora, aquel ritual y sus pequeños detalles, conseguían que saliese de casa con unas tremendas ganas por volver.

Se preguntaba qué pensaba de ella, qué recuerdos se habían asentado en su memoria con mayor fortaleza sin saber que eran todos y cada uno de ellos. Él era de pocas palabras y pocos gestos. En realidad, casi nunca hablaba y ella se mantenía a esa distancia que dan los silencios, incómoda por molestar hasta que todo se hizo costumbre. A veces pensaba que la costumbre era lo que destruye casi todo, pero después de tantos años, ya no sabía vivir sin él y él sin ella, pensó. En el trasiego de los pasillos los recuerdos iban y venían como los viandantes que, mirando sus teléfonos y escondidos en la música particular de los auriculares, se perdían en sus propias ensoñaciones. Entonces le asaltaron las vivencias una tras otra

Los pezones retorcidos y las caricias, las palabras llenas de vicio y amor acompasaban sus pasos con un único deseo, regresar. Mientras, notaba los pellizcos y las palmas empapadas en saliva levitando sobre ellos, los pulgares presionando e intentando encontrar la lava volcánica que peleaba por salir de cada uno de los poros de su piel. Arqueaba la espalda y los pies y de nuevo, las piernas comenzaron a temblar. Se paró y se apoyó en la pared con la boca entreabierta y los ojos caídos, las mejillas enrojecidas suplicando en voz baja poder agarrarle del pelo y llevar la boca hasta su coño. La mirada le cambiaba y ella se transformaba dejándose llevar hasta que el placer explotaba en su pecho.

Aquella complementación física y mental llena de silencios era lo más parecido que habían tenido al amor. No eran perfectos, pero tampoco era necesario. Hacía ya mucho tiempo que cada uno sabía dónde tenía que pulsar y conocían los resortes que les llevaban de la meditación a la risa y de la risa al orgasmo. Él gruñía y ella mantenía en vilo un grito de placer que sólo temblaba por las embestidas para concluir en un único espasmo. Esa era la vida. Apoyado en sus pechos respiraba despacio y encajaban a la perfección, como piezas geométricas hechas para pertenecerse las unas a las otras. Si se dejaban llevar eran perfectos.

Si se dejaran llevar.

Wednesday

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