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El aguacero era desgarrador. Nunca la lluvia había sido tan perversa como aquella noche. Las gotas se convirtieron en punzantes alaridos que atravesaban su pelo y rasgaban con frialdad la piel de sus manos. Las pisadas acompasaban el repiquetear del agua sobre los charcos ya bien llenos cuando llegó a aquella farola. Como Gene Kelly sintió deseos de encaramarse a ella y girar a su alrededor, pero sus ojos solo podían mirar aquella figura, esbelta y recogida bajo un paraguas rojo intenso, del mismo color que los labios. Apoyado en uno de sus hombros y subida a sus tacones, se perfilaba con las piernas juntas y el pelo moldeado estilo años cuarenta. Ya desde lejos estaba hermosa.

Cuando llegó junto a ella se dio cuenta de que su paraguas seguía cerrado y el pelo chorreaba agua por la cara, quedando algunas gotas prendidas de su barba, y formando un pequeño reguero que caía sobre sus botas. Ella sonrió y parpadeó con esas pestañas largas y azuladas que contrastaban extrañamente con el rojo de sus labios. El abrigo blanco con ribetes rojos se ceñía sobre su cintura y un turbulento pensamiento le recorrió de arriba abajo recordando como sus manos encajaban a la perfección sobre las crestas de sus caderas.

Bajó la mirada y extendió su mano que él recogió con fuerza. Caminaban despacio y al contrario de lo que pudiese parecer por la intensa lluvia, no tenían prisa. El disfrutaba de sentirla caminar un poco por detrás, con ese sonido armonioso de los tacones que hoy, se engrandecían por el agua dispersa por el suelo. Ella, se magnificaba. El calor llenaba su pecho y su corazón latía con fuerza y energía, algo que solo él podía ofrecerle. La calle se hizo paseo y los edificios se hicieron bosque, el paseo se convirtió en sendero y el bosque en arrugados troncos maltratados por el tiempo. Entonces pararon.

La lluvia se hizo uniforme, se transformó en una cortina irreverente de lujuria cuando fue desatando cada uno de los botones del abrigo hasta que éste cayó al suelo. Su cuerpo desnudo reflejaba ahora la luz azulada de la luna y el agua resbalaba por primera vez por sus pechos endurecidos por el frío. Pero ella no lo notaba, hervía en su interior y su boca se secaba. Se humedecía los labios con el agua y la saliva cuando él agarró por la empuñadura el paraguas. Fue quitando los topes de las varillas uno a uno y extrayendo el flexible metal hasta tener cuatro. Nada quedaba ya de su moldeado ni de sus pestañas azuladas que ahora decoraban sus mejillas. Acarició sus pezones con las varas y cuando el primer trueno retumbó, sus pechos temblaron de placer y dolor. Ella aguantó sobre los tacones, casi sin inmutarse. La tormenta arreció y las marcas compusieron un hermoso enjambre de marcas sobre su piel.

Cuando terminó, agarró su cuello y apretó tan fuerte que los gemidos empezaron a escaparse por su boca y su coño rivalizaba con el suelo y su humedad. Los dedos entraron como alimañas buscando la presa fácil de sus orgasmos que se precipitaron uno tras otro mientras el oxígeno tardaba en entrar en sus pulmones. El último llegó con el desmayo.

Al despertar, se sintió confortable y el olor a café y bollería se pegaron a su paladar. Vio su paraguas arreglado y colgado de una silla, su abrigo limpio y sus zapatos colocados. Pero su coño palpitaba aún de los hechos y los recuerdos. Se levantó desnuda y se miró en el espejo. Sonrió al ver su piel.

Hoy hará buen tiempo, le dijo desde el fondo de la cocina, sin camiseta y con el pantalón aun lleno de barro.

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