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Es posible que estuviese disgustado. Tampoco lo había pensado demasiado, sin embargo hoy tenía esa sensación de que que límite que siempre trazaba esta vez no iba a dejar que se traspasase. En la intimidad, en la calidez de la tortura sencilla, en las conversaciones que esquivaban las luces y las sombras que el fuego incandescente de las velas proyectaban en su piel, se defendía inteligente, resuelta y rigurosa. Solo el dolor a veces contenía la palabra que se las arreglaba para resurgir unos instantes después. Se deleitaba en el brillo de los ojos mientras defendía su postura y sus pareceres, escuchando argumentos similares o contrarios, administrando con pericia y cuidado las respuestas y sin miedo y rubor, esperar el ladrido por si se había equivocado. Casi nunca lo hacía, casi nunca.

Pero en las distancias largas, en la confusión de las opiniones, donde el ruido se mezcla con la crítica, la opinión y la estupidez creando una mezcla tan divertida como repugnante, perdía el brillo en los ojos cambiándolo por sangre inyectada, perdía la inteligencia arrolladora por un trapo impregnado en grasa rancia que extendía lo más miserable de la opinión y el desprecio por aquello que no se ajustaba a su perfecta medida de las cosas. Transformaba su sumisión por la pertenencia al gallinero más deplorable. Y hoy, ante la vergüenza ajena que le producía la conversación y los comentarios, agarró su larga cabellera y la arrastró con sutileza hasta la puerta mientras ella, en un intento de quejarse, gruñó.

Quizá fueron las dos cosas, pero el gruñido le enfadó y mucho. Con un ligero azote, animó a que saliese. Desde fuera nadie diría que él estuviese enfadado porque los gestos suaves, la mirada firme y los labios moviéndose con ligereza no daban esa sensación. Metió la mano en el bolsillo y le entregó algo. Después ella desapareció y él volvió a unirse a la conversación. Nadie dijo nada pero todos quisieron saberlo.

Cuando ella regresó, se sentó, separó las piernas y se subió la falda. Se quitó las bragas con delicadeza y las guardó en el bolso. De ahí sacó un helado envuelto, chocolate con almendras, bastante grande y desde luego frío. Le quitó el envoltorio y después le miró, esperando que dijese algo. Nada escuchó, ni un sonido, ni un gesto. Agarró el helado por el palo y se lo metió en el coño hasta que el chocolate desapareció, dejando ver solo la fina madera. El frío le quemó por dentro y se mordió los labios. Los que antes reían ahora guardaban silencio, con una mezcla de sorpresa y excitación creciente. Cuando el chocolate empezó a derretirse, se mezcló con la vainilla dejando un reguero dulce y pegajoso que fue goteando poco a poco. Una respiración profunda fue la señal.

Esto, también es vainilla.

 

Wednesday

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