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Por mucho que lo intentaba, le resultaba imposible prestar la suficiente atención a lo que le contaba. Terminaba observando y recreándose en los gestos y su voz, el tono o las inflexiones que terminaban siendo un bálsamo que le permitía entrar en un trance del que odiaba salir. La noche anterior, mientras el sol caía a plomo en el horizonte veraniego, veía reflejados sus ojos verdes en el vaso cargado de bourbon. Con aquellos rayos anaranjados el licor se transformó en una especie de almizcle parecido a las marcas que con las yemas de sus dedos, acariciaban por encima de la tela ligera de su vestido. Apoyado en el respaldo aparentaba la tranquilidad que siempre le había transmitido y escondía tras las gafas de sol la tormenta de la noche anterior. El bourbon mojó el bigote y algunas gotas se descolgaron hasta la barba. Tuvo la tentación de acercarse y besarle como pretexto para lamer el alcohol, pero se contuvo. Cuando el sol dejó su último rayo verde antes de desaparecer, el vaso ya había quedado vacío. La noche fue tranquila y ella lo agradeció tras la última semana en la que pasaba de la piscina al infierno de sus manos y vuelta a empezar.

Cuando pusieron pies en la isla le notó más alegre que de costumbre y eso nunca suponía algo bueno. Aquella sonrisa en la cara, la de un niño con el ansia de descubrir, terminaba con ella mordiendo el polvo y con la piel erosionada con lo primero que encontraba. No se quejaba, pero por dentro algo le decía que el temor debía estar presente. Le abrió la puerta del coche y cuando estuvieron dentro colocó la mano sobre su pierna desnuda. Aquel gesto inesperado hizo que se revolviese en el asiento. Ponte cómoda, le dijo. Durante un buen rato, lo que duró el trayecto, hablaron poco, aprendiendo los acentos de cada uno, tan diferentes, tan opuestos. Ella se fijaba en las inflexiones y él en el tono. Para ella era la manera de identificar el siguiente paso, el enfado o la previa a la carcajada. Así sabía a lo que atenerse, aunque casi nunca acertaba. Para él, sin embargo, el tono le permitía saber cuándo cruzar el límite, donde parar o si tenía que presionar un poco más. Con ello, el camino se hizo ameno en el silencio y pronto llegaron a su destino.

El parque era de una naturaleza salvaje, excavada por la lava, el túnel desembocaba en un mundo aparentemente ficticio y lleno de vida. Nadie hubiese sido capaz de imaginar que esa belleza hubiese sido provocada antes por una destrucción que avanzó lentamente destruyendo todo lo que tocaba. Ese resurgir a la vida le resultó maravilloso. El día fue pasando implacable y el contraste de la vida salvaje, el azul del Pacífico y la humedad de la vegetación dieron paso al calor infatigable del volcán que permanecía activo desde hacía meses. Descendieron por una ladera poco pronunciada y a su derecha la lava recorría lenta, espesa y sin prisa por llegar a ningún sitio. Se oscurecía al enfriarse y esa costra se plegaba una y otra vez hasta que el fulgor de la incandescencia volvía a aparecer para retomar de nuevo la senda de la lentitud inexorable. Él se paró y habló en voz baja, se sentaron al borde mientras notaban el calor subir reptando por la ladera. De su mochila sacó una vara metálica que terminaba en una especie de cuchara con un símbolo que reconoció a la primera. Colocó el metal sobre la lava lo suficiente para que la espesa sangre de la tierra se introdujese por el símbolo troquelado y lo dejó unos segundos. A continuación, y con la otra mano descalzó el pie. Ella miró de reojo y se dio cuenta de la concentración y el deseo, después, el dolor atravesó su cuerpo hasta la nuca. Cuando miró, allí estaba la marca, en el empeine y todo aqeullo a casi trece mil kilómetros de casa.

Entonces se dio cuenta de que su casa ya estaba con ella y sonrió a pesar del dolor, a pesar del tiempo y de la espera. Desandaron el camino y todo le pareció aún más maravilloso.

Wednesday

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