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Los años se van solapando sin intentar aparentar nada más que los constantes altibajos que tiene una vida. Los pormenores resultaban ya irrelevantes y los recuerdos se habían convertido en los pétalos desgajados de las flores, aún suaves pero con un final difícil de aceptar. El tacto y los olores permanecían intactos y ningún cambio accidental cambiaría aquello. Se subía a los cuerpos de la misma manera con la que lo hacía en un coche, de manera mecánica, escuchando el sonido ronco del motor, el tacto esponjoso de la tapicería. Luego cerraba y aceleraba, exponiendo a la máquina hasta los máximos niveles de tolerancia. Lo hacía con todo. Cuando terminaba, miraba hacia atrás y una mueca aparecía en su cara. Ni siquiera se daba cuenta de ello. Cambiar no le gustaba cuando lo que había tenido era imposible de mejorar. La vida ya había echado la moneda al aire.

El cabello jugaba por su nuca y lo apartaba para poder clavar los dedos en la piel o morderla hasta que ella se ponía de puntillas. Crecía tanto cuando le hacía eso, se dijo, que a veces era incapaz de abarcarla con sus brazos. Necesitaba aquel caos para sentirse tranquilo. Los sentimientos, la parte más irracional que poseía, fueron durante mucho tiempo aliados. Siempre imaginó que permanecerían intactos, perfectamente salvaguardados de cualquier acción vandálica, y le gustaba pensar así. Luego cerraba los ojos y los volvía a sentir, exactamente igual que el primer día, quietos e inmóviles, con los mismos apegos y la misma fuerza. Capaces de soliviantar las vísceras y comprimir los pulmones mientras tiraban de ellos hacia abajo. Podía extender la mano y acariciarlos como lo hacía con la piel, como respiraba su aliento y se descomponía con su risa.

Y era aquella risa la que le hacía todo mucho más fácil. Mientras él caminaba el sentimiento inmóvil permanecía, y allí, en esa compañía tan extraña apretaba los nudos lo suficiente para que la piel rozara el éxtasis, apretaba las manos para que el aire entrara gozoso en la boca entreabierta e hinchara los labios hermosos y para que los ojos color miel se encendieran en un ámbar resplandeciente. Los gemidos se desbocaban en saltos que se entrecortaban con las embestidas y la presión de los dedos, las palmadas en su sexo hacían que las piernas temblaran y se retorcieran en el gozo. La arrastraba del pelo hasta la cama, húmeda todavía y con una lentitud inexorable, bebía su boca mientras la saliva pronunciaba su nombre. Recorría con los dedos de arriba a abajo la piel y la tinta, la carne y sus accidentes sometidos a los espasmos del orgasmo que les recorría. Luego se desplomaban el uno sobre el otro, inmóviles.

Aquellos recuerdos perduran en el presente y forjarán el futuro.

Wednesday

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