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La memoria aun distante, permanece inalterable en los recuerdos más profundos, maquillando a veces momentos que no fueron memorables en instantes perfectos. En su búsqueda, miraba sus manos, tantas veces ofrecidas, tantas veces expuestas, tantas veces comprensívamente agarradas en los momentos más duros que con el tiempo se hicieron indispensables. El recuerdo de la firmeza, de la presión de sus dedos a su alrededor, conseguía que todo su cuerpo se sintiese protegido y al mismo tiempo a merced de todo lo que él desease, dispusiese. Así fue siempre, desde el inicio, desde la primera mirada.

Nunca se había sentido tan desnuda como ahora, sin esa sensación plácida de su voz firme, de sus caricias suaves después de un castigo, de sus cuidados en la agonía del dolor y las heridas. Porque siempre estaba ahí, en cada momento. A su lado o en su pensamiento, no tenía recuerdo de su ausencia o al menos no lo recordaba. Su camino lo había forjado junto a él, iniciado por él y ahora, cuando la distancia se había hecho infranqueable, su perdición se había convertido en su pesadilla. Ni el dolor, ni el silencio superaba aquella mezcla de sentimientos. Se refugiaba cada día en su rincón, el que le llenaba de calma y de paz porque era allí donde había vivido los momentos más felices con él. Pero eso tampoco mitigaba ese vacío interior que su memoria era incapaz de eliminar.

A veces se juraba que prefería olvidar todo lo vivido antes que sentir su ausencia pero al poco, rompía a llorar porque sentía como el fuego de la traición abrasaba sus entrañas. Entonces golpeaba el suelo con los puños, de rodillas y sollozando. No podía olvidar que la última vez que se vieron, le traicionó, rompió algo sagrado para él. No podía olvidar su mirada, fría, distante, casi vacía. No había reproche en ella, solo tristeza. Sintió como un fuego interior se apagaba en sus ojos. Sus dedos acariciando su barbilla, empapados por sus lágrimas, fue su último roce. Después vio como se alejaba, sin decir palabra, con paso certero y cauto.

En su interior ya no había nada y sollozar era lo único que salía de si. Entonces oyó su voz, suave como siempre.

Honestamente, todos nos equivocamos. No seré yo el que pida que no lo hagas tu. No seré yo el que abandone lo que es mio por derecho.

Nunca pensó que podría llorar tanto.

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